Agustín Valladolid-Vozpópuli

El lunes Pedro Sánchez no tuvo una mala noche. En el debate vimos al verdadero Pedro Sánchez, al Sánchez desnudo, sin la protección de los reglamentos, Congreso y Senado, al Sánchez que acude a los platós de televisión sabiendo que él es el dueño del tiempo, que no hay preguntas impertinentes sino respuestas equivocadas. El Sánchez que vimos la noche del lunes parecía un tertuliano del montón. Un personaje menor de House off Cards. Ninguna traza reconocible en un presidente del Gobierno. La mala noticia del lunes 10 de julio es esa: que quien se nos apareció de improviso esa noche fue el Sánchez sin dopaje, sin ventaja, a pecho descubierto. Se nos apareció el Sánchez que algunos se temían: liviano, marrullero, irritado e irritable.

A Pedro Sánchez le ha matado la soberbia. Planteó la campaña del 28 de mayo como un plebiscito sobre su persona y los españoles respondieron dándole en las urnas una sonora bofetada. A su persona y a los líderes territoriales del PSOE. Víctimas colaterales. La lógica habría aconsejado modificar en esta segunda vuelta la estrategia. Pero no. En el colmo de la arrogancia, el líder socialista decidió que había que repetir: “O yo o la ultraderecha” como idea-fuerza. O Mi Persona o la caverna. Él y sólo él. Bueno, y Zapatero, «Bambi». Ese es el tique ganador que se han sacado de la manga: Pedro y ZP. Con los barones mirando para otro lado y los ministros (¿qué ministros?) desaparecidos.

Hasta el lunes 10 de julio de 2023, Sánchez era un killer herido, pero un killer. Desde ese día, hasta Yolanda Díaz de Perón podría ser capaz de robarle parte de la merienda

La buena noticia para el presidente es que la campaña se terminó el lunes. En realidad se acabó el 23 de mayo. Las únicas dudas que quizá ha ayudado a despejar el cara a cara son las que arrastraban, a partir del pacto PP-Vox en la Comunidad Valenciana, un puñado de indecisos. Desde el lunes duda (para muchos) resuelta. También debiera haber servido para colmar la curiosidad de los más fanáticos, sedientos de sangre, por asistir a los estragos que la dialéctica desatada del presidente, en un cuerpo a cuerpo, iba a ser capaz de causar en su adversario. Sin embargo, ¡oh mon Dieu!, nada salió según lo previsto. Núñez Feijóo, con solo tirar de argumentario y echando mano de su flema gallega, se subió en el minuto uno encima de la mesa y ya no se bajó.

El debate Sánchez-Feijóo alcanzó una audiencia de 5,9 millones de personas. No está mal, teniendo en cuenta la fatiga acumulada en estos últimos meses, pero muy lejos del Rajoy-Rubalcaba de noviembre de 2011 (12 millones), el Rajoy-Sánchez de junio de 2016 (10,5 millones) o el Sánchez-Casado-Rivera-Iglesias de abril de 2019 (9,5 millones). Y es que esto no da más de sí. Celebrar las elecciones generales a los dos meses del batacazo en autonómicas y municipales obedeció principalmente a las urgencias de Sánchez, a quien esos asesores que no se ganan el sueldo aconsejaron levantar a su alrededor un muro de protección. El problema es que cambiar en sesenta días el criterio de millones de electores, sedimentado durante cinco años, es una fantasía que no se sostiene ni en las novelas de Michael Dobbs.

Hasta el lunes 10 de julio de 2023, Pedro Sánchez era un killer herido, pero un killer. Desde ese día, más bien parece un lindo gatito al que hasta Yolanda Díaz de Perón (el copyright no es mío) podría ser capaz de robarle parte de la merienda.

Esto ha sido todo amigos.