FRANCISCO ROSELL-El MUndo

EL GRAN liberal Isaiah Berlin solía referir la anécdota que le aconteció durante la II Guerra Mundial. En 1944, cuando trabajaba en la Embajada británica en Washington para desentrañar los avatares de la política norteamericana entre aquel desasosiego, el ministerio le ordenó acudir ipso facto a Londres para cumplimentar cierta requisitoria. Como no había vuelo disponible, hubo de trasladarse en un bombardero.

Carente de cabina debidamente presurizada, tuvo que soportar una mascarilla de oxígeno todo el trayecto. Como además el habitáculo se encontraba a oscuras, no podía hacer dos de las cosas que más le gustaban: charlar y leer. Para colmo, no había quien pegara ojo con el zumbido de los motores. «Me vi obligado –bromearía– a hacer la cosa más terrible: tener que pensar».

No es el caso del presidente Sánchez, hecho a gobernar en modo avión. Obviamente, en aeronaves bien diferentes de aquella en la que el eminente profesor de Filosofía en Oxford regresó a todo meter. Surca los cielos en aparatos con insonorización apropiada como para hacer lo que le pete sin quedarle otra que ponerse a cavilar, como a Berlin en su ajetreado desplazamiento en medio de las hostilidades bélicas.

Es verdad que, por lo común, el gobernante carece de tiempo para reflexionar, por lo que el Poder no piensa, sino que improvisa. Esto le lleva a hablar y hablar sin parar, por no callar, diciendo a la vez una cosa y su contraria, improvisando ocurrencias que no desmerecen, a veces, aquella del barón de Münchhausen de salir de una ciénaga tirándose de la coleta. Pero, en el caso del doctor Sánchez, ¿supongo?, su voluntad deliberada es la de situarse en sordo modo avión. Elude así los problemas y aguanta lo que sea menester a la espera de esa ocasión propicia para citarse con las urnas en posición ventajosa.

Es obvio que esa hora no ha llegado. Sánchez lo disimula echando mano de los espantapájaros que le ahorma en forma de ruborizantes encuestas favorables el bien mandado y no menos remunerado Tezanos en el pajar al que ha reducido el antaño estimable CIS, instituto al que arrastra al desprestigio irreversible. Con su malhadada dirección, acaricia metafóricamente la falsificación de documento público, dado sus mayúsculos errores siempre a favor de aquel al que debe la nómina, y la malversación de caudales, por el frenesí con que malgasta el dinero del contribuyente con deliberada voluntad de engañarle.

Si Sánchez se creyera de veras las cartas que le echa Tezanos, como las de este jueves entre la rechifla general, el presidente se habría lanzado en paracaídas desde el jet sin esperar a aterrizar en Torrejón de Ardoz promulgando elecciones a la voz de ¡ya! Lo más probable, en cambio, es que, asomado a la ventanilla del avión, haya visto su rostro transfigurado en la cara tumefacta de Susana Díaz. Aún en cuarentena tras el batacazo andaluz, una vez que los pronósticos del CIS se revelaron delirante ensoñación.

Al aguardo de ese día D, Sánchez ha dado esta semana un recital de su forma de gobernar. Lo ha acreditado fehacientemente en su escala latinoamericana en ese interminable periplo por todo el orbe que emprendió al llegar sorpresivamente a La Moncloa y que le hace alargar su necesaria presencia en acontecimientos internacionales con una suerte de turismo diplomático que le permite alejarse de la quema de los asuntos domésticos y sobrevolar el control de la oposición.

Así, con respecto a la sanguinaria dictadura de Maduro en Venezuela, su postura ha ido girando en función del país donde tomaba tierra. De esta guisa, el compromiso que adquirió contra el «tirano Maduro» en República Dominicana durante su asistencia a la Internacional Socialista se deshilachaba al arribar a México, donde su presidente, López Obrador, está mejor avenido al usurpador del Palacio de Miraflores. Es como si Sánchez hubiera hecho suyo el consejo de don Vito Corleone en El Padrino: «Intenta pensar siempre cómo piensan los que te rodeen. Con esa base, todo es posible».

Frente al autogolpe de Estado del sátrapa contra el que se plantó el pasado 23 de enero como Jefe de Estado interino, en el legítimo uso de sus atribuciones constitucionales (artículo 233), Juan Guaidó, presidente de una Asamblea Nacional cuya legalidad trata de suplantar una Corte paralela auspiciada por el déspota, Sánchez, en vez de liderar la posición europea en apoyo a la transición democrática, ha mantenido una actitud retardataria y dilatoria. Algo difícilmente comprensible cuando la mayor parte de la comunidad internacional se ha puesto del lado correcto de la historia: el del rescate democrático de un pueblo que se desangra a chorros.

Mirándose en el espejo venezolano, ¿cómo reaccionarían los españoles si el presidente, tras unas elecciones adversas, se saltara el mandato de las urnas y desbancara al Parlamento legalmente conformado por una fraudulenta Cámara a su medida que consolidara un poder absoluto? ¿Se indignarían los ciudadanos con una protesta internacional o más bien agradecerían ese apoyo al restablecimiento del Estado de derecho?

Hay fuerzas de la izquierda sedicente que tachan de intervencionista a la comunidad internacional liderada por EEUU y secundada por la mayor parte de las democracias latinoamericanas y europeas, apelando a la mexicana Doctrina Estrada, como si esa intromisión no hubiera empezado cuando Chávez fió Ejército y Policía a la dictadura cubana y luego se ha reforzado con Rusia o China. Conviene recordar el justificado escándalo que desató entre los demócratas españoles que, a raíz del golpe del 23-F, la Administración norteamericana calificara la tentativa de «asunto interno». Fue «peor que un crimen, un error», atendiendo a la máxima puesta en boga en la Revolución francesa.

En lugar de respaldar la restauración democrática y de reconocer desde primera hora a Guaidó, Sánchez ha ido a rastras sin disimular su incomodidad. Basten los comentarios extemporáneos y desaforados de un colérico Borrell, «cuidado con él», arremetiendo contra Macron y Tajani por otorgar su inmediato plácet a Guaidó. Entendía que buscaban un protagonismo desmedido cuando era lo que más acuciaba para consolidar el arrojo de quien semeja ser la reencarnación venezolana del Adolfo Suárez de la transición. «¿Nos ponemos todos de guapos?», le soltó al primero, mientras rezongó contra el segundo: «Yo no soy como el presidente del Parlamento Europeo, que se arroga la capacidad de definir la posición de esa institución sin que ésta lo haya adoptado».

¡Qué diferencia con aquel Borrell que, ocupando otrora el sitial de Tajani, tuvo los redaños en 2007 de echarle en cara a Putin en una cena oficial con líderes europeos –entre ellos, Zapatero, tan connivente con la dictadura de Maduro como para ser su relaciones públicas– el retroceso de los derechos humanos en Rusia, donde el asesinato de periodistas que denunciaban la corrupción estaba a la orden del telediario, como ahora la expulsión de reporteros en Venezuela.

Olvida el reversible Borrell que ambos dignatarios emplean, con su reconocimiento a Guaidó y su repudio a Maduro, la misma contundencia y claridad con la que estos se han pronunciado contra los golpistas catalanes del 1-O y en defensa del orden constitucional español. Ambos han hecho todo aquello que se urgía de España y que Sánchez ha demorado con Venezuela por su falta de compromiso y en tanto que deudor parlamentario de Podemos, brazo político del bolivarianismo.

Se entiende que el ministro coartada expele su mal humor contra Macron y Tajani, no tanto por lo que aseveran, sino por transparentar la desnudez de un Ejecutivo a merced de fuerzas onerosas a los intereses de España. Cuando Alfonso Guerra se refiere en su último libro La España en la que creo a los tres procesos golpistas sufridos por la España constitucional –el terrorista etarra, el militar del 23-F y el independentista catalán–, es imposible ocultar que los brazos políticos de dos de esas sediciones –sus partidos termiteros– son fatalmente, junto al bolivariano Podemos, los que sostienen la mano temblorosa con la que el doctor Sánchez, ¿supongo? firma el BOE.

En su libro Diplomacia, Henry Kissinger, secretario de Estado con Nixon y Ford, rememoraba que Churchill pensaba que, en los primeros años de Hitler, los franceses sólo buscaban excusas para la inacción. Así que, cuando supo que habían emitido finalmente una condena, exclamó: «Esas son grandes palabras, pero las acciones habrían sonado de forma más estruendosa».

Es lo que se echó en falta cuando Sánchez se armó de valor y tildó al xenófobo y supremacista presidente de la Generalitat, Quim Torra, de ser el «Le Pen catalán» para luego humillarse en la Rendición de Pedralbes. Es posible que, de no ser por la ofensiva internacional, ocurriera otro tanto con Maduro tras llamarle «tirano». Su grado de compromiso sonaba a lo dicho por Bismarck, fundador del Estado alemán moderno: «Cuando alguien dice estar de acuerdo, en principio, en hacer algo, quiere decir que no tiene la menor intención de hacerlo». Es evidente –como apuntaló el canciller de Hierro– que «el político piensa en la próxima elección; el estadista, en la próxima generación», y aquí no se anda precisamente sobrados de estadistas.

Un radical asentado en el poder nunca cede porque sabe del peligro de desplome del régimen en el que se asienta y cómo arrastrará su caída, cual estatua que pierde su pedestal. Dejarle la iniciativa supone consolidarle. No se puede desecar una charca con el beneplácito de las ranas.

En encrucijadas como las de Venezuela o de España con Cataluña –no por casualidad Maduro se retrató con una estelada independentista–, se agradecen no tanto personajes providenciales o caudillistas, sino acordes con la gravedad de la situación y del momento, como se está vislumbrando con una entereza extraordinaria Guaidó.

Capaz de sacar su pueblo del abismo en el que le abocan sátrapas, cuyos rasgos comunes encontramos en una amplia literatura que va desde el Tirano Banderas de Valle-Inclán hasta la Fiesta del chivo de Vargas Llosa, sin orillar la memorable novela de Roa Bastos.

No hay que incurrir en el fatalismo extremo, como quizá reflexionara Isaiah Berlin en aquella penosa travesía transoceánica junto a la soledad intensa de su pensamiento, de creer que todo lo que ocurre es inevitable. De no haber sido por Churchill, la invasión alemana a Gran Bretaña habría sido un hecho; de no ser por Guaidó alzando la bandera de la libertad pisoteada por el dictador Maduro, Venezuela no habría vuelto a creer en la esperanza; de no haber sido por el vibrante discurso de Don Felipe tras su particular 23-F contra el golpismo independentista catalán, la España de las libertades se habría balcanizado.

Es verdad que Gran Bretaña evitó pronto la tentación fácil del apaciguamiento de Chamberlain, mientras éste goza de extraño prestigio en La Moncloa y en sus socios. El futuro, no obstante, no se atiene nunca a los guiones que improvisa la ambición a costa de la inteligencia o, al menos, no lo hace mucho tiempo.