RAMÓN TAMAMES-ABC

  • Sánchez tendrá que repensarse que ahora se halla al borde del abismo del ridículo, y meditar que con los amigos de Frankenstein II, ya no necesita de más enemigos

En los inicios del año nuevo, están funcionando gran número de ‘thinktanks’ y otros círculos de reflexión y organización en los que se discute adónde va políticamente España en tiempos de tanta incertidumbre y despropósito desde una Moncloa enfebrecida. En ese sentido, hace pocos días, les comentaba a algunos colegas: parecemos figurantes en la niebla, porque, a veces, la nebulosa que nos rodea casi no nos deja ver qué pasa realmente. Y en las actuales circunstancias el Estado español luce mal, o desluce cada vez peor, como una institución desfalleciente a la que se desprovee de su propia defensa desde dentro, de su propia organización, por un Gobierno que todavía se llama de la Nación, la misma que se pretende romper por los ‘Frankenstein’.

En esas circunstancias, Pedro Sánchez, apoyado por una coalición de lo más heterogénea, depende ahora por entero de los siete votos en el Congreso del partido Juntos por Cataluña, teledirigido por Puigdemont, figurando éste como el gran corso catalanista que desdeña a Sánchez con la amnistía, y que desde Waterloo tiene pendiente su última batalla. Que más pronto que tarde va a perder, y entonces se verá obligado a embarcarse, sin retorno, no a la lejana isla de Santa Helena, sino a algún lugar retirado dentro de España donde pasar unos añitos.

Siendo un delincuente reconocido por la Justicia española, sin embargo, Puigdemont, de momento, tiene la sartén por el mango –y perdonen una expresión tan vulgar pero bien clarificadora—, para decirle al Gobierno de Sánchez cómo tiene que procesar los pactos que le permitan volver a Cataluña como nuevo conde de Urgel, en la idea de superar ‘l’iniquitat de Caspe de 1412’, y de los otros diez intentos de independencia de los condados; o después de Cataluña entera, a lo largo de once intentos de separación. Lo que nunca se logró, sencillamente, porque no lo quiso la mayoría de los catalanes; ni siquiera en 1640 con el ‘Corpus de sangre’, ni en 1714 con Felipe V ya como Rey de toda España.

Ante semejantes despropósitos, en una de las doctas casas en que se discute el tema, y después de presentarse una ponencia más que compleja, a mí se me ocurrió plantear algunos puntos que creo podrían racionalizar la situación para bien de todos.

Primero, está claro que hay demasiado blablablá en los muchos foros de debate que están en funcionamiento. Y lo más lógico sería tratar de conseguir la redacción de un dictamen que llegara a ser global, que nos permitiera salir de la espesa niebla que nos rodea. Y que tanto perjudica la solución de un problema constitucional, que no puede tergiversarse por más tiempo, por un Gobierno que hinca la rodilla ante un fugado de la Justicia, y que para mayor inri opera con base en Bruselas.

Segundo, creo que debemos explicar a toda la gente de España cómo con la Constitución en la mano se está planteando un remedio inaceptable: si está prohibido el indulto colectivo, no hay amnistía que pueda plantearse para rehabilitar a delincuentes. Y menos aún cuando se proponen reincidir en su propósito de romper España.

Tercero, no cabe más referéndum que el que surja de una posible revisión de los estatutos de Cataluña o del País Vasco. Un referéndum de autodeterminación para irse de España es impensable, porque quedó definitivamente descartado en el debate constitucional de 1978. Por lo demás, ¿por qué tanta vocación de autodeterminación de los separatistas del PNV y de los de Juntos por Cataluña? Si se sienten objeto de descolonización, es que viven en el mundo más irreal, en medio de la niebla, casi como si fueran una especie en extinción.

Cuarto. Los delitos de sedición y separatismo –¿son sinónimos?– virtualmente ya no funcionan, por las mutaciones ilegales e irrespon-sables establecidas desde La Moncloa. Y no se plantea el mecanismo para regular las funciones del artículo 8 de la Constitución –tan propio y normal en la Carta Magna como lo es el artículo 155– en el que se asigna a las Fuerzas Armadas la función de cuidar de la independencia nacional, la integridad territorial y el ordenamiento constitucional. Pero sin decir cómo deben activarse esos principios protectores, porque el punto 2 del referido artículo 8 no ha sido desarrollado con una ley orgánica como se preconiza en la propia ley de leyes. Y se intenta oscurecer las funciones del Rey, hasta el punto de que uno se pregunta si realmente somos una monarquía parlamentaria. Que lo somos, está claro, cuando en los últimos tiempos Felipe VI ha llamado a la unidad de España en tres ocasiones: en las Cortes al abrir la presente legislatura, en el juramento de la Princesa de Asturias por su mayoría de edad y en la Pascua Militar del pasado 6 de enero.

Quinto. Por último, cada vez con mayor frecuencia estamos en un escenario de verborrea y chantaje, resultando, y no es una paradoja, que por las sinrazones expuestas y muchas ineficiencias, según los sondeos ad hoc, los independentistas están, al parecer, de capa caída entre vascos y catalanes.

En resumen, el propio Sánchez tendrá que repensarse que ahora se encuentra al borde del abismo del ridículo, y meditar que con los amigos de la coalición Frankenstein II, ya no necesita de más enemigos en el futuro y que, por eso, lo mejor que puede hacer es retirar el proyecto de ley de Amnistía. Además, está cometiendo una traición a lo que juró en términos de fidelidad al Rey y a la Constitución. Señor presidente del Gobierno: ¿por qué no va usted a un buen psiquiatra (¿qué tal Freud redivivo?) que le aclare que está dominado por el ‘síndrome de La Moncloa’ –como le dije en la moción de censura de marzo de 2023– y que España no se rompe ni con Sánchez?