- La política se ha convertido en un ejercicio nominalista. Importan los nombres, pero no las políticas. Los casos de Sánchez y Ayuso son paradigmáticos. ¿El resultado? El embrutecimiento de la agenda pública
El capitán de navío Luis Astorga González, diplomado en Estado Mayor, ha publicado un lúcido trabajo en la revista del Instituto Español de Estudios Estratégicos (IEEE), dependiente del Ministerio de Defensa, que ha titulado ‘Manipulación cognitiva en el siglo XXI’. El artículo es extraordinario por sus conclusiones, pero también por el recorrido que hace en términos históricos sobre un hecho innegable. Todas las estructuras sociales, sostiene Astorga, desde las tribales hasta los Estados más complejos, tienen organizaciones jerárquicas piramidales. Es decir, “una clase dominante que ocupa los lugares de privilegio en la estructura social y una clase dominada que cumple un rol subordinado”, ya sean augures, sacerdotes o ancianos. O, en nuestra época, abogados, economistas o profesionales de la política.
Esto se explica por la imposibilidad de gestionar el gran número de interacciones que se generan en una sociedad, por lo que las jerarquías contribuyen a ganar eficiencia en la toma de decisiones. La calidad de esa jerarquía es lo que determina el nivel de democracia. Superior cuando las élites son sometidas a un régimen de control suficiente por parte de la base de la pirámide —qué otra cosa es la democracia— e inferior cuando se convierten en castas completamente alejadas del suelo, en el sentido metafórico del término. Pero todas las sociedades, como dice Astorga, sean tiránicas o democráticas, ubican a sus miembros en niveles diferentes. Incluso el comunismo, en sus distintas versiones, que prometía una sociedad sin clases, se articula de forma jerárquica (los chinos lo saben bien).
Marx, Gramsci, Adorno, Althusser y tantos otros teorizaron sobre la capacidad de quienes están en la parte alta de la pirámide para manipular a las masas para mantener o alcanzar el poder, fundamentalmente a través del lenguaje, pero fue Derrida quien lo sintetizó de una forma precisa. El lenguaje no se limita a describir el mundo, sino que actúa sobre él, en línea con lo que decía un viejo proverbio mesopotámico: quien pone nombre a las cosas comienza a apropiarse de ellas.
La propaganda
La Escuela de Fráncfort fue quien mejor analizó lo que algunos autores* han denominado la formación de la mentalidad sumisa como un mecanismo de autoprotección de las élites, pero su análisis tenía más que ver con las estructuras sociales y económicas desde un ángulo conceptual que con una crítica feroz del espacio político en los términos actuales. El lingüista Chomsky, heredero de aquella prodigiosa escuela, lo llevó, sin embargo, al plano público contemporáneo y advirtió que, cuando no se puede controlar a la gente por la fuerza, hay que hacerlo por lo que piensa, y el medio típico para hacerlo es mediante la propaganda, un término, por cierto, de origen religioso.
El populismo ha construido una catedral sobre esta premisa creando enemigos artificiales a partir de estereotipos
El mundo de la publicidad lo entendió mejor que nadie y desde hace décadas incentiva a través de las emociones determinados comportamientos del consumidor, consciente de que la primera aproximación ante un hecho es siempre de carácter emocional y, posteriormente, entran en juego criterios racionales. Keynes lo llamó ‘animal spirits’, y con esto quiso explicar la existencia de factores irracionales a la hora de tomar determinadas decisiones. Y Walter Lippmann lo identificó con los estereotipos. Se toman determinadas decisiones atendiendo a prejuicios, en el sentido literal del término, en lugar de hacerlo con criterios racionales.
Sin duda, por una cierta economización del análisis y del propio lenguaje, ya que, de otra forma, seríamos incapaces de entender fenómenos complejos. Los pensamientos simples, los estereotipos, son más llevaderos. El populismo —de derecha e izquierda— ha construido una catedral sobre esta premisa creando enemigos artificiales a partir de estereotipos.
Los políticos profesionales lo saben mejor que nadie. Y por eso, desde hace mucho tiempo, los mensajes se convierten en meros clichés para lograr que esa mentalidad sumisa —acrítica— no tenga capacidad de respuesta a la luz de criterios racionales, como advertía Keynes, sino al amparo de la emoción política más primaria. Esto, de alguna manera, explica que la política se haya personalizado —el y tú más— hasta unos niveles insoportables. Es más fácil opinar sobre un candidato para desprestigiarlo que leer un programa electoral que, además, perderá vigencia poco tiempo después de celebrarse las elecciones.
La prueba del nueve es el nominalismo con el que se simplifican fenómenos complejos, principalmente a través de la TV
La prueba del nueve es el nominalismo con el que se simplifican fenómenos complejos, principalmente a través de la televisión. No se habla de política, sino de políticos. Ya sea Sánchez, Casado, Yolanda Díaz, Arrimadas o Abascal. Lo importante es la forma, no el fondo. También, por supuesto, Díaz Ayuso o cualquier otro político entran en la ecuación. A todos y cada uno no se les juzga únicamente por sus hechos o por la conveniencia de sus propuestas, sino por la forma de hablar, de vestir, de transmitir empatía o de andar. Un ejemplo insuperable es aquel ‘tahúr del Misisipi’ que escupió Guerra sobre la cara de Suárez. O el ‘felón’ que de vez en cuando rescata la derecha para deslegitimar a Sánchez. Nadie en su sano juicio puede pensar que el presidente del Gobierno es la reencarnación de Fernando VII.
Lo relevante es el personaje, no su discurso, y eso ha convertido la política en una sucesión de descalificaciones impropias de una democracia avanzada. Obviamente, porque articular discursos complejos —por ejemplo, qué hacer con Cataluña o con las pensiones— no da votos, mientras que ridiculizar al adversario, algo muy habitual en muchas columnas periodísticas de opinión, resulta mucho más eficaz. Incluso, algunos han convertido el apellido del presidente del Gobierno en un verbo, lo cual no deja de tener mérito. El resultado, como no puede ser de otra manera, es un empobrecimiento de la agenda pública y, lo que es peor, un embrutecimiento de la actividad parlamentaria porque lo relevante es desgastar al adversario. Aunque sea convirtiéndolo en una especie de monstruo, de aquel leviatán mitológico de Hobbes que estaba hecho para no sentir el miedo y que era el rey de todas las criaturas soberbias y de la arrogancia. Y España, en los últimos años, según algunos, se ha convertido en el paraíso del maligno.
Comenzar de cero
Al convertirse la política en una cuestión de nombres, desaparece la propia política y, por el contrario, se convierte en una burda batalla por sustituir unas jerarquías por otras. Casado no se siente aludido por la corrupción de su partido durante años ni Sánchez se siente concernido por los errores groseros cometidos por el PSOE durante la anterior crisis económica. Uno y otro comienzan de cero en su andadura política porque el pasado no existe. Lo importante es cambiar de nombres, aunque todo siga igual.
El problema de España, según algunos, es el personaje Sánchez, no el paro juvenil o la calidad de los servicios públicos
Los casos de Pedro Sánchez y Díaz Ayuso son singulares porque en torno a ellos se ha personalizado la política hasta límites obscenos, lo que explica la agresividad con que son tratados por sus adversarios. Ambos representan los polos opuestos de la política, y por eso la presidenta madrileña confronta directamente con Moncloa y no con la oposición en la Asamblea. En paralelo, Casado arremete contra el presidente del Gobierno —se puede ver en las sesiones de control— sin articular un mensaje alternativo o, incluso, sin querer entrar a debatir medidas que adopta Moncloa —muchas cuestionables—, y se centra en los reproches habituales sobre reuniones que son simple hojarasca para ganar tiempo o en tópicos que cumplen una mera acción propagandista. El problema de España, según algunos, es el personaje Sánchez, no el paro juvenil, la calidad de los servicios públicos o las deficiencias del sistema educativo.
El caso Ayuso
En el caso de Ayuso, la izquierda atiza igualmente al personaje público, sus salidas de tono y su deje chamberilero a la manera de Esperanza Aguirre, pero ha sido incapaz de centrar el debate público en cuestiones como la fiscalidad madrileña, desmontando su efecto sobre el crecimiento económico de la región, o el nivel de las prestaciones sociales mediante una oposición pedagógica y no nominalista para demostrar las verdades del barquero. Precisamente, los espacios en los que la izquierda debería tener un discurso alternativo.
En ambos casos, la causa hay que buscarla en un inmoderado culto a la personalidad tan viejo como la propia política, pero que vive momentos estelares desde la aparición de la televisión, con serias limitaciones para narrar con precisión asuntos complejos. La actual batalla por presidir el PP de Madrid es un buen ejemplo. En teoría, hay dos candidatos, la propia Ayuso y, probablemente, el alcalde Almeida si Génova quiere dar la batalla. Pero nadie conoce sus discrepancias ideológicas ni, por supuesto, sus presuntos programas alternativos. En este caso, con Casado de telonero, que teme que, si cae Madrid, él pierde la guerra. Ni una palabra sobre las diferencias programáticas entre el líder del PP y la presidenta madrileña. Lo relevante son los nombres
Cualquier negociador sabe que, cuando en la discusión se introducen cuestiones personales, todo es más difícil
En definitiva, una especie de presidencialismo impropio del modelo constitucional, que se basa en un sistema parlamentario en el que el presidente del Gobierno, o los jefes autonómicos, se eligen de forma indirecta
Es así como los conflictos sociales se enquistan y se presentan como un enfrentamiento entre distintas personalidades, lo cual impide adoptar posiciones comunes. Cualquier negociador sabe, ya sea un convenio colectivo o una reunión de vecinos, que, cuando en la discusión se introducen cuestiones personales, todo es más difícil. Y esta es la frustración que emana en la política española. Hobbes lo puso negro sobre blanco: “Verdad y falsedad son atributos del lenguaje, no de las cosas. Y donde no hay lenguaje no existe ni verdad ni falsedad”. Y el lenguaje en la política es hacer política. También en Cataluña.
Vicente Romano. ‘La formación de la mentalidad sumisa’. Endymion, 1998.