Dicen en los entornos de la Moncloa que la capacidad de «autolesionarse» de Pablo Iglesias es poco menos que proverbial. Desde que el líder de Podemos –inflamado su ego por la victoria en Vistalegre II el pasado año— incurriese en la incoherencia de vivir como un burgués y comportarse como un descamisado, su reputación no ha hecho más que deteriorarse. La extravagancia de reclamar el apoyo de las bases a su inversión inmobiliaria en Galapagar se saldó con una «amarga victoria» para el morado porque en ese plebiscito le salió un divieso del 31,58% de los inscritos que reprobaron su adquisición. Dijo entonces Iglesias que tomaría nota, pero no lo ha hecho.
El secretario general de Podemos tiene que luchar a brazo partido con su egotismo y, por lo general, no lo controla. Sánchez y Carmena le han tomado la medida y están dejando que Iglesias se vaya cocinando a fuego lento, es decir, que vaya hundiéndose poco a poco al frustrar con sus actitudes los logros que le ofrece su posición parlamentaria y política. Así, después de cerrar un pacto presupuestario con el Gobierno, Iglesias se lanzó a venderlo, como cosa propia, a Oriol Junqueras en la mismísima cárcel, sin lograrlo, obviamente.
Sánchez le dejó hacer porque quizá sabía desde el principio que el pacto presupuestario con Podemos formaba parte de la circunstancia pero no de la esencia: el presidente no va a llevar un proyecto de cuentas públicas al Congreso porque no quiere encajar fracasos inútiles. De paso, Iglesias se queda sin trofeo después de haber negociado con la piel del oso antes de cazarlo y ahora, sin mercancía que vender, reclama elecciones.
Lo mismo le ocurre con la renovación del Consejo General del Poder Judicial. Sánchez, hábilmente, le recibió la semana pasada en Moncloa para «explicarle» (sic) el acuerdo logrado con el PP, pero dejando muy claro que Podemos no tenía vela en el entierro hasta el punto de que ninguno de los vocales «progresistas» lo van a ser a propuesta de Podemos (no entrará Victoria Rosell, una exigencia de Iglesias a la que Sánchez no ha accedido), por más que alguno (José Ricardo de Prada) sea próximo a la formación morada. Por lo tanto, colgado de la brocha con un pacto presupuestario del que alardeó en una penitenciaría con Junqueras, y sin haber metido la cuchara en el extraño guiso del Consejo General del Poder Judicial, en el que Sánchez ha pasado de él y enredado a Casado.
Colgado de la brocha con un pacto presupuestario del que alardeó en una penitenciaría, y sin haber metido la cuchara en el extraño guiso del CGPJ
Mientras Andalucía se le ha encampanado al secretario general de Podemos —allí mandan Teresa Rodríguez y el alcalde de Cádiz, aliados ahora con Antonio Maíllo (IU)— Iglesias ha perdido a su hombre en Cataluña, Xavier Domènech, y no controla tampoco otras confluencias que cada día se independizan un poco más del núcleo complutense. Ante tanta debilidad —y con un Errejón cuyo discurso más expresivo es el silencio— Manuela Carmena ha jugado a fondo sus cartas. Seis de sus concejales, que pertenecen a distintas familias de Podemos, se han sustraído a unas humillantes primarias organizadas por el capataz (por poco tiempo más) Pablo Echenique y han sido suspendidos por el partido y, al mismo tiempo, abrazados por la alcaldesa de Madrid como sus más predilectos colaboradores.
El golpe para Iglesias ha sido muy duro porque le ha fallado el pilar matritense sin que la marca Podemos, tan devaluada, pueda sobreponerse a la que ha creado la regidora madrileña, que está muy lejos de ser la «abuelita» que aparenta. Ya ha demostrado que es una política septuagenaria con capacidad de mando y de desafío: ha dicho que ella nada tiene que ver con Podemos (lo que no es cierto) y muy poco que decir a Iglesias. Expresiones más cercanas al desprecio que a la indiferencia.
En estas circunstancias y con unas encuestas que sitúan a los morados recurrentemente como cuarta fuerza política (entre un 15% y un 17% de voto estimado), a Iglesias no le queda más camino que seguir superando sus extravagancias anteriores. O, como bien ha dicho Felipe González, creando problemas que no existen porque es incapaz de resolver los que sí existen. El ejemplo más acabado es el empeño —especialmente torpe— de someter al rey emérito a una comparecencia parlamentaria a la que se niegan PSOE, PP y Ciudadanos, todo ello en el contexto de una ofensiva republicana liderada por Alberto Garzón, lo que garantiza su fracaso.
Un protagonista de la escena siempre excesivo, con el ego patológicamente inflamado y al que le tienden trampas sus más afines, que no le aprecian
Y así, poco a poco, al pil-pil, se va ablandando Pablo Iglesias, que socializa el espectáculo que su partido está dando («la gente está harta del espectáculo que estamos dando») cuando el ‘showman’ por excelencia es él. Un protagonista de la escena siempre excesivo, con el ego patológicamente inflamado y al que le tienden trampas sus más afines que por serlo le conocen y no le aprecian. Pronto, el zamorano ofrecerá otra víctima propiciatoria (Echenique), pero terminarán yendo a por él como en el poema “Y a por mí vinieron…” atribuido a Bertolt Brecht aunque, en realidad, su autor fuera el pastor protestante Martin Niemöller. Los depredadores en política acaban casi siempre depredados.