Ignacio Varela-El Confidencial
En una situación política sana, no sería necesario crear instrumentos extraordinarios para una dinámica de entendimiento ante la emergencia
El paso que dieron Pedro Sánchez y Pablo Casado residenciando la negociación de un eventual acuerdo político en una comisión parlamentaria puede parecer poca cosa. En principio, una comisión del Congreso puede servir para todo o para nada. Puede ser el escenario de acuerdos sustanciales o de una contienda salvaje.
Es posible que ambos lo contemplen como un aliviadero transitorio hasta que se desencadene la macrorrecesión del otoño y, con ella y contando con que el virus afloje, se reanuden a placer las hostilidades políticas. Sánchez podría concebir la comisión como un espacio deliberativo inane que le permita seguir procrastinando, mantener intacta su autonomía para las decisiones ejecutivas sin consultarlas con nadie fuera de su ‘mesa chica’ y esperar que pase la peor fase de la pandemia para refugiarse de nuevo en su mayoría de origen y restablecer el bibloquismo.
Casado, por su parte, además de escapar de la trampa para elefantes que le habían preparado en Moncloa, puede sentir la tentación de convertir el nuevo órgano parlamentario en una especie de comisión fiscalizadora, entregada más a la depuración de responsabilidades por la desastrosa gestión de la crisis que a la búsqueda de una respuesta concertada para la que viene.
Si es así, ambos se equivocan de lleno y lo pagarán caro. La lógica cerril de 2019 quedó muy lejos y ya no es tiempo de más regates. Quizá no sean conscientes de que, en esta galerna ambiental, el mero hecho de abrir un escenario para el acuerdo los obliga y vincula hasta más allá de lo que uno y otro desearían. Quizá, buscando una escapatoria presentable, se hayan metido en una jaula compartida.
Por un lado, vuelve a depositarse toda la carga de la prueba sobre los dos grandes partidos y su voluntad de corresponsabilizarse en la tarea ingente de sacar el país del infierno. Por otro, esta vez la sociedad no tolerará un acto fallido. Ni el PSOE ni el PP pueden permitirse salir de esa comisión con las manos vacías y enzarzados en el enésimo intercambio de reproches. Como ambos estarán flanqueados, en sus respectivos espacios políticos, por saboteadores del acuerdo, más les vale asumir cuanto antes que, por mucho que les disguste, de esta o se salvan juntos o juntos se condenarán.
En una situación política sana, no sería necesario crear instrumentos extraordinarios para crear una dinámica de entendimiento ante la emergencia. A diferencia de lo que sucedía en 1977, hoy existen múltiples resortes institucionales para vehicular toda clase de acuerdos. Existen la Constitución y los estatutos de Autonomía, que delimitan el perímetro normativo que en ningún caso debe rebasarse. Existe, por supuesto, el Parlamento, que ha dado pruebas de poder albergar grandes acuerdos cuando de verdad se desean. Para la coordinación territorial, existen la Conferencia de Presidentes y todas las conferencias sectoriales, además de la comisión general de las comunidades autónomas en el Senado. Y para la interlocución con empresarios y sindicatos, existe la mesa del diálogo social. Debería bastar con poner todo ese entramado a pleno rendimiento para enfrentarse a la crisis. Suponiendo, claro está, que ese fuera el objetivo.
No se trataría tanto de alumbrar solemne y desganadamente un gran pacto declarativo —probablemente poco útil ante un futuro que es imprevisible incluso en el corto plazo— sino de poner en marcha una sucesión continua de micropactos cotidianos, sostenidos por la lealtad recíproca y la voluntad de compartir cada decisión y sus consecuencias. El Gobierno debería interiorizar que no puede seguir poniendo sobre la mesa hechos consumados y contratos de adhesión. Y la oposición, que la circunstancia demanda de ella algo más que clamar por la manifiesta impericia del Ejecutivo. No es nada extraño: así se está funcionando de modo natural en casi todos los países de Europa.
El mayor obstáculo para ello es la montaña de veneno que estos mismos dirigentes han inoculado en la política española desde 2015 y, singularmente, durante la pesadilla política de 2019. Sánchez no está dispuesto a vincular su suerte a un entendimiento prolongado con el centro derecha, arriesgando la relación privilegiada con sus peligrosos socios. Y Casado no puede evitar la tentación de contemplar cómo el Gobierno se achicharra en la crisis económica; nada más lejos de su propósito que exponerse a su efecto radiactivo. En el PP, se considera que lo más práctico es simular acuerdos contra la pandemia, racionar el oxígeno al Gobierno y esperar que la gente salga de sus casas y comience a vomitar todo el malestar acumulado por la mezcla explosiva de la peste y la ruina. En ambos campos, sigue vigente la lógica del 19, que es la prehistoria.
Al menos debería ser posible, tal como sugiere Eduardo Madina, construir un acuerdo para reforzar drásticamente los cimientos de un sistema sanitario, de ciencia e investigación, al que se le han visto todas las vergüenzas acumuladas por años de desguarnecimiento —camufladas por un buen nivel en la parte asistencial—. Tampoco será difícil, al menos inicialmente, consensuar la posición de España en la Unión Europea, aunque el crujir de dientes vendrá cuando nos aproximemos al rescate.
Lo verdaderamente arduo, por su coste político y electoral, será afrontar en común el impacto de la recesión. La prueba del algodón de la voluntad de acuerdo, el equivalente simbólico de lo que en su día significaron los Pactos de la Moncloa, sería presentar en septiembre unos Presupuestos para la recuperación (me niego a secundar la siniestra terminología de la reconstrucción, esto no es Berlín en 1945) que puedan ser votados por más de 250 diputados. El empeño de Sánchez por hurtar la cuestión presupuestaria del temario de la negociación y el evidente desinterés de Casado por reclamarlo no anuncian nada bueno.
Siempre me he preguntado en qué momento, viniendo de donde venían, Suárez y González sintieron que podían fiarse el uno del otro. O cuándo Fraga y Carrillo supieron que, más allá de sus siderales diferencias ideológicas, debían correr el riesgo de creerse mutuamente sinceros. Quizá, como sostiene una amiga clarividente, se tratara tan solo de una cuestión de incentivos.
La sociedad española de la época creó entonces los incentivos poderosos que hicieron del pacto un imperativo categórico. Solo nos queda confiar en que ahora suceda algo semejante: que la exigencia ciudadana y la amenaza de un castigo fulminante les obliguen a hacer lo que, manifiestamente, no desean ni están educados para hacer. Con este personal a los mandos, mientras crean que la discordia les sigue siendo rentable, debemos abandonar toda esperanza.