No hay semana, incluso no hay día, en que Pedro Sánchez no nos humille y nos haga sentir vergüenza como españoles. Porque ver al presidente del Gobierno de tu país ser tratado como un pelele por el separatismo catalán, como el pobre banderillero al que el miura de turno se pasa de pitón a pitón con total impunidad, no puede producir más que vergüenza ajena en cualquier español bien nacido. Hablamos del escándalo que esta semana ha ocupado la actualidad, referido al supuesto espionaje al que han sido sometidos los móviles de decenas de separatistas catalanes y alguno vasco mediante el software Pegasus, una máquina de fabricación israelí a la que solo pueden acceder Gobiernos de otros países, y que se ha demostrado como una operación más, un montaje de libro, de las muchas orquestadas por el independentismo catalán contra un Gobierno, el de Sánchez, al que tiene bien trincado por salvada sea la parte -caso único en el panorama político europeo- desde junio de 2018.
El asunto lo pone en circulación el semanario norteamericano New Yorker, uno de esos templos de la progresía occidental que no oculta sus simpatías por el independentismo catalán. El periodista Ronan Farrow firmaba el 18 de abril una larga historia titulada «Spy on their Citizens» (o «Cómo las democracias espían a sus ciudadanos») en la que explicaba que Citizen Lab, un laboratorio de ciberseguridad dependiente de la Universidad de Toronto, Canadá, tenía pruebas del uso de Pegasus en políticos y activistas catalanes. Huelga insistir en las contradicciones del informe de Citizen Lab, cuya escasa fiabilidad ha sido puesta de manifiesto por gente variopinta esta semana (muy interesante el análisis realizado al respecto por José Javier Olivas, doctor por la LSE e investigador de la UNED, en su cuenta de Twitter, @josejolivas), pero sí merece la pena insistir en el protagonismo de dos personajes centrales de este folletín. Uno de ellos es el citado Ronan Farrow, hijo de la actriz Mia Farrow y del director Woody Allen, o eso parecía hasta que la propia Mia se encargó de revelar que el verdadero padre de su hijo era Frank Sinatra, un marrón como una catedral que el afectado solventó con una frase para la historia del cinismo: «Bueno, al final todos somos un poco hijos de Frank Sinatra». El muchacho listo es. Titulado por la prestigiosa Yale, en 2019 ganó el no menos prestigioso premio Pulitzer por una historia sobre el productor de cine Harvey Weinstein, y desde entonces su cotización subió como la espuma. No así su credibilidad. El 19 de mayo de 2020, el New York Times publicaba un artículo («Is Ronan Farrow too good to be true?«) firmado por Ben Smith, en el que le acusaba de «escribir conspiraciones seductoras que no puede probar».
Lo alucinante del caso es que el Gobierno de Sánchez da por buena la tesis del espionaje del CNI sobre los separatistas catalanes, sin plantearse la más mínima duda de los muchos que pueblan un montaje que huele a pescado podrido de principio a fin
El otro es el activista separatista Elías Campo Cid (¡ocho apellidos catalanes!), un tipo que participó como voluntario en la organización del referéndum ilegal del 1-O, y que no oculta su admiración personal por Puigdemont y el resto de compañeros mártires. Nada habría que objetar si Campo, sin experiencia como investigador y sin título universitario que lo avale como coordinador de un trabajo de tal envergadura, no se hubiera desempeñado como redactor principal del informe declarándose, al mismo tiempo, como una de las víctimas del espionaje de Pegasus. Juez y parte. Haciendo suya la narrativa secesionista que tan bien conocemos por estos pagos, y naturalmente sin la menor mención a que los supuestos espiados pertenecen a un movimiento que ha protagonizado un golpe de Estado contra la legalidad española, la conclusión de New Yorker, Farrow y Campo es categórica: «Estamos ante una flagrante violación de las libertades civiles en Cataluña».
Lo alucinante del caso es que el Gobierno de Sánchez desde un primer momento asume y da por buena la historia, endosa como verdadera la tesis del espionaje del CNI (¿quién si no?) sobre los separatistas catalanes, sin plantearse la más mínima duda o interrogante de los muchos que pueblan un montaje que huele a pescado podrido de principio a fin. Al Gobierno Sánchez y a sus tropecientos asesores (Abogacía del Estado incluida) no le hace sospechar siquiera el hecho de que el «Catalangate» con el que el guapo Farrow bautiza la publicación de su reportaje coincidiera con la web http://Catalangate.cat que la organización separatista Asamblea Nacional Catalana (ANC) había registrado el 10 de enero de 2022, y que dos días después del reportaje del New Yorker estaba ya en pleno funcionamiento en inglés y catalán. Toda una campaña preparadita con muchos meses de antelación.
La línea de sumisión del Gobierno al separatismo catalán, envalentonado por lo que creen ha sido un golpe de efecto internacional que ha pillado desprevenido a Madrid, alcanza el cénit de la ignominia con la visita que el ministro de la Presidencia, Félix Bolaños, supuestamente el «listo» de este Ejecutivo, realiza el pasado domingo, naturalmente por mandato de Sánchez, a Barcelona para dar explicaciones a los «espiados» en la persona de una consejera de la Generalitat de segunda o tercera categoría, quien previamente se permite humillar al número dos del Gobierno haciéndole desprenderse de su móvil antes de pasar a la sala donde se iba a celebrar «la cumbre». Humillación a Bolaños, humillación a Sánchez y, por extensión, humillación a todo un país que ya no puede material ni moralmente recibir más sopapos de un separatismo al que el Gobierno del PSOE no solo no ha rematado en su momento más bajo, sino que le ha dado aire, le ha insuflado protagonismo nuevo aceptando como bueno un montaje que debería haber descartado de un plumazo.
Nunca nadie pudo sospechar que nuestra democracia llegaría a sufrir la humillación de ver la estabilidad institucional y la seguridad del Estado en manos y/o al alcance de los enemigos declarados de ese mismo Estado, y ello para dar satisfacción a los intereses del PSOE y los de su gran capo
Porque todo el episodio sería una comedia bufa si por medio no estuviera el prestigio de España y la situación de un país en el punto más bajo de su decadencia como nación. Entre las obligaciones del CNI está, naturalmente, la de vigilar a los enemigos del orden constitucional para preservar la seguridad del Estado. El artículo 1 de la Ley 11/2002 reguladora del CNI fija sus tareas asegurando que «El Centro Nacional de Inteligencia es el Organismo público responsable de facilitar al Presidente del Gobierno y al Gobierno de la Nación las informaciones, análisis, estudios o propuestas que permitan prevenir y evitar cualquier peligro, amenaza o agresión contra la independencia o integridad territorial de España, los intereses nacionales y la estabilidad del Estado de derecho y sus instituciones». La independencia y la integridad territorial de España. Para eso está el CNI. Y el artículo único de la Ley Orgánica 2/2002 de la misma fecha establece el control judicial previo en los siguientes términos: «1. El Secretario de Estado Director del Centro Nacional de Inteligencia deberá solicitar al Magistrado del Tribunal Supremo competente, conforme a la Ley Orgánica del Poder Judicial, autorización para la adopción de medidas que afecten a la inviolabilidad del domicilio y al secreto de las comunicaciones, siempre que tales medidas resulten necesarias para el cumplimiento de las funciones asignadas al Centro».
El Gobierno ha reconocido muy tarde, vía su tradicional medio de comunicación, que el supuesto espionaje a los líderes independentistas se llevó a cabo de forma individualizada y con el correspondiente mandamiento judicial. Si esto es verdad, se acabó el caso. Si la infiltración de los móviles con Pegasus se hizo como manda la Ley, aquí debería cerrarse el asunto con un simple portazo del Ejecutivo en el rostro de ese separatismo faltón y delincuencial a partes iguales y en sus horas más bajas. Pero, ¿Por qué va entonces Bolaños a Barcelona a ponerse de rodillas ante una funcionaria de la Generalitat? Entre las infinitas sombras que escoltan este episodio hay algunas particularmente interesantes. Como, por ejemplo, que más de 95% de las escuchas se realizaron en el año 2019, cuando Sánchez estaba negociando el apoyo parlamentario de «la banda» (comunistas, separatistas, bildutarras y nacionalistas vascos). Aparte de mostrar una vez más la falta de escrúpulos del sujeto (pretendo aliarme con una gente tan digna de sospecha que mientras negocio espío sus móviles), ¿qué es lo que sabe Sánchez de sus socios y qué pretende hacer con ello?
No parece que sea mucho a la luz del comportamiento de unos y otros. Sánchez se humilla y se muestra dispuesto a pagar el precio que ERC le exige para mantenerlo en el poder, aunque ello signifique acelerar el deterioro institucional hasta niveles insoportables. Y no parece que sea mucho porque los separatistas creen tenerlo acorralado y no están dispuestos a soltar la presa, a la que exigen que haga rodar cabezas (la de la ministra de Defensa, Margarita está linda la mar Robles, qué triste final el tuyo, que epílogo para la juez de prestigio que fuiste un día no lejano) y además exigen comisiones de investigación y, sobre todo, exigen meter las narices en el propio CNI, entrar a formar parte de la Comisión Parlamentaria que vigila las actividades del centro, exigencia a la que el PSOE y el Gobierno Sánchez accedieron en la tarde noche del martes, en una de las más penosas sesiones parlamentarias que ha conocido la doliente democracia española. El resultado es único por estrambótico. En la comisión de secretos oficiales se sentarán a partir de esta semana, entre otros, Gabriel Rufián (ERC), Míriam Nogueras (Junts), Mertxe Aizpurua (EH Bildu) y Albert Botrán (CUP). No cabe un zorro más en el gallinero del Estado.
Que nadie dude que Sánchez sacrificará a Margarita Robles para seguir en Moncloa unos meses más si bildutarras y separatistas así se lo exigen
Se entiende el cabreo existente estos días dentro del CNI. Nunca nadie pudo sospechar que nuestra democracia llegaría a sufrir la humillación de ver la estabilidad institucional y la seguridad del Estado en manos y/o al alcance de los enemigos declarados de ese mismo Estado, y ello para dar satisfacción a los intereses del PSOE y los de su gran capo, en una operación profundamente dañina para los intereses de España. Se entiende también la preocupación que hoy embarga a embajadas en Madrid como la de EE.UU. o la de Reino Unido, ante la inminencia de la próxima cumbre de la OTAN a celebrar en la capital de España los próximos 29 y 30 de junio. En esa reunión se va a pasar revista al papel de la organización, manifiestamente mejorable, en la guerra de Ucrania y, sobre todo, se va a establecer el nuevo plan estratégico para los próximos 10 años. De verdad, ¿qué seguridades pueden tener los grandes capos de la OTAN de que lo que se hable y acuerde en Madrid no será del conocimiento de Vladímir Putin a la media hora, con gente en esa comisión de secretos oficiales a la que Putin ha financiado y que nunca ha negado su admiración por el genocida ruso? ¿Y cómo pueden sentirse los servicios de inteligencia de nuestros socios en la UE y en la propia OTAN que comparten información tan valiosa como secreta con el CNI, ante la presencia de tanto indeseable como ha sido admitido en la citada comisión?
El Gobierno Sánchez ofrece una lamentable imagen de debilidad y confirma una vez más su tóxica dependencia de unos socios que diariamente le obsequian con su absoluta deslealtad. Que nadie dude que el sujeto sacrificará a Margarita Robles para seguir en Moncloa unos meses más si bildutarras y separatistas así se lo exigen. El responsable de este escándalo que avergüenza a los españoles tiene, como siempre desde junio de 2018, nombre y apellidos: Pedro Sánchez Pérez-Castejón. Y los españoles tienen una obligación que cada día reclama mayor urgencia si quieren preservar la estabilidad institucional y la supervivencia del marco jurídico que ha permitido más de 40 años de convivencia en paz: desalojar cuanto antes del poder a este facineroso de la política para quien solo cabe imaginar un destino: el banquillo de los acusados.