JOSÉ ANTONIO ZARZALEJOS-EL CONFIDENCIAL
- El presidente ha hecho depender su política sanitaria, presupuestaria y legislativa de partidos como ERC y Bildu. A los que, lejos de moderar, ha empoderado. Es una insensatez completa
Las grandes decisiones de la política española —legislativas, sanitarias, presupuestarias— dependen de los partidos independentistas catalanes, que suman una veintena de diputados en el Congreso. Las formaciones de la coalición de Gobierno suman solo 155 escaños y hacen mayoría absoluta con ellos y, alternativamente, con Bildu, es decir, con el separatismo vasco vinculado a la trágica historia de la organización terrorista ETA. Pedro Sánchez está deconstruyendo el Estado intentando una política de apaciguamiento en Cataluña para contar con el apoyo de los partidos de Junqueras y de Otegi. Lo está logrando, pero es una completa insensatez.
La operación judicial y policial de la que este miércoles informó en exclusiva este diario sobre una presunta trama corrupta que financiaba tanto el proceso soberanista como la estancia de Carles Puigdemont en Waterloo demostraría inicialmente que en la sedición de septiembre y octubre de 2017 en Cataluña hubo —¿siguen estando ahí?— actores subterráneos que mantienen engrasados los mecanismos insurreccionales desde algunos espectros de la sociedad civil. Se trataría de personajes vinculados al mundo empresarial y de los negocios que obtenían lucro para sí y para la causa secesionista. Hasta ahora, de manera impune.
Que los partidos con los que un Vendrell, un Madí o un Soler están conectados, no solo ideológicamente, sean los que resulten determinantes en la política española por la debilidad gubernamental, es un despropósito que explica, no obstante, el deterioro de las instituciones comunes y la deslegalización de materias. Es una política que deslegitima en términos éticos y democráticos la estrategia de Sánchez. Según la agitación y propaganda que acompaña con profusión y ovacionándola la arbitrariedad del presidente del Gobierno, el objetivo de la mesa de negociación entre el Ejecutivo y la Generalitat, acordada por el PSOE y ERC para asegurar la investidura de Sánchez, trataba de desinflamar el ‘conflicto’ catalán, administrándole dosis de ibuprofeno, un fármaco analgésico y antiinflamatorio que se dispensa en farmacias bajo prescripción médica y que ha venido sirviendo de metáfora para explicar las intenciones del secretario general del PSOE en aquella comunidad.
ERC y Bildu, que actúan en el Congreso al alimón, han persistido en sus tesis ante la imperturbabilidad de Pedro Sánchez y de su grupo parlamentario. Los republicanos insisten en un desafiante ‘lo volveremos a hacer’, teorizado en un libro escrito a cuatro manos: Oriol Junqueras (en la cárcel) y Marta Rovira (huida de la Justicia en Suiza). Torra ha sido inhabilitado en firme y todavía este lunes su sustituto en funciones, Pere Aragonès, se permitió en la Conferencia de Presidentes, celebrada virtualmente en el Senado, lanzar un mitin independentista ante la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen. No consta que el presidente del Gobierno le interrumpiera o le reprochara después su deslealtad. Moncloa ha extendido una patente de corso.
Los secesionistas pueden permitirse cualquier licencia porque la reacción de Sánchez estará siempre condicionada por sus intereses de continuidad en el poder y guiada por las inquinas que le impiden practicar una política estadista. Los acontecimientos en Cataluña acreditan que la administración del ibuprofeno desde la Moncloa no ha hecho efecto alguno. La situación no mejora ni en lo social ni en lo político. Por el contrario, ha empoderado todavía más a los secesionistas y está arrinconando dramáticamente a los sectores constitucionalistas, incluido el PSC, que ha perdido sus valores referenciales más característicos.
Sánchez ha logrado lo que ni siquiera intentaron González o Zapatero: convertir la organización que dirige Miquel Iceta —con el permiso de Salvador Illa— en una sucursal del PSOE y de las políticas de su secretario general, en las que los socialistas catalanes carecen de protagonismo. La interlocución del Gobierno con Cataluña se produce a través de un personaje tan menor y ruidoso como Gabriel Rufián, que lanza vetos, admoniciones y teatraliza con una prepotencia mortificante para el banco azul. No pasa nada. Las elecciones autonómicas catalanas van a ser un paseo militar para los independentistas. El Estado se dará de bruces el 14 de febrero de 2021 con un secesionismo de nuevo mayoritario en el Parlament y quizá por encima del 50% del voto popular.
La política española, en un trance tan dramático como el que vive, no debería depender de los humores destructivos de ERC y de Bildu. Ambos partidos merecen un auténtico cordón sanitario. El primero, por seguir manteniendo el propósito sedicioso, y el segundo, por su vinculación inmoral con los crímenes de ETA, que no ha condenado y a cuyos militantes ampara y enaltece. El ibuprofeno de Sánchez va a tener que empezar a tener que aplicárselo, no a la Cataluña secesionista, sino a los españoles del norte, del sur, del este y del oeste, que enferman, han perdido a seres queridos en esta pandemia, desesperanzados ante un futuro sin trabajo y amenazados permanentemente por el desgobierno que Sánchez propicia con —insisto— una implacable deconstrucción del Estado. Hoy lo volveremos a comprobar en el Congreso.