FRANCISCO ROSELL-EL MUNDO
Sabía lo que decía. De hecho, con gran manejo de la demagogia, Alcibíades logró lo imposible: sedujo a los atenienses para ir a la guerra contra los espartanos para luego, tras su derrota, pasarse al enemigo, cautivarlo a su vez y comandar su ejército contra su patria nativa, donde fue acogido entre aclamaciones. Entregados a los manipuladores populistas y a sus promesas de gloria, los atenienses acreditaron prontamente lo que, con el devenir de los tiempos, ha resultado un modo característico de echar a perder las democracias.
Desde aquella hora temprana, cada vez que un gobernante se halla en apuros adopta alguna variante de la famosa estratagema de aquel joven político tan encantador como desaprensivo, a juicio de Plutarco. Con ello, evitan que se hable de las cosas importantes o, sencillamente, de aquéllas que más les comprometen.
El ardid del perro de Alcibíades, tan extendido por lo demás, tiene su versión cinematográfica. Se trata de la película Cortina de humo que se estrenó en EEUU bajo el título Wag the Dog (Menear el perro) en plena batahola del escándalo de Clinton con la becaria Monica Lewinsky. En la cinta se dan la mano dos mitos vivientes como Robert de Niro, en el papel de asesor presidencial, y Dustin Hoffman, encarnando un excéntrico productor hollywoodiense. Ambos inventan una guerra con Albania y la televisan para apartar a la opinión pública del escándalo que involucra al inquilino del Despacho Oval, en plena campaña para su reelección, en el abuso sexual de una menor de visita en la Casa Blanca.
En España, desde la manifestación de la madrileña plaza de Colón auspiciada por PP y Ciudadanos –sumándose posteriormente Vox, lo que sirvió de excusa para que la izquierda desnaturaliza el sentido primigenio de la cita–, el Gobierno socialista se ha valido exitosamente de la cola del perro de Alcibíades después de obligar a Pedro Sánchez a apearse en marcha de sus concesiones al independentismo en la Claudicación de Pedralbes.
Primero para ganar los comicios generales de abril desdibujando, salvo en Cataluña, las secuelas del golpe de Estado del 1-O de 2017, juzgado y visto para sentencia. Y ahora para retomar la investidura Frankenstein que le llevó a La Moncloa tras su golpe de mano parlamentario contra Rajoy del brazo, entre otros, de independentistas, neocomunistas y bilduetarras. Si entonces negó cualquier contraprestación, lo que pronto se vería desmentido con el traslado de los presos del 1-0 a cárceles catalanas gestionadas por subordinados de los encerrados y que ha reportado a éstos un trato de privilegio, o con la foto de la rendición de Pedralbes, ahora se reclama su reedición bajo el falso postulado de una «abstención sin negociación» con los aliados de aquel lance.
Si nada es gratis, salvo el maná bíblico, no lo iba a ser un trato de esta trascendencia en el costoso mundo de la política, por lo que, traducido a román paladino, se trata de apaños alejados de la luz y de los taquígrafos a los que, como popularizó don Antonio Maura, obliga el buen ejercicio del gobierno.
Posteriormente al 28 de abril, y con la perspectiva de las elecciones municipales, Sánchez ha hecho correr la especie de que se había centrado y estaba dispuesto a no reincidir en la investidura Frankenstein. Nada más lejos de sus hechos y actuaciones. Como el cuco, pía en un nido y pone los huevos en otro. Valgan dos botones de muestra. De un lado, su designación de Batet y Cruz para presidir Congreso y Senado, claramente partícipes de los axiomas nacionalistas, incluido el derecho a la autodeterminación por parte de la primera. De otro, los benevolentes posicionamientos de la antaño Abogacía del Estado (hoy del Gobierno, dada la purga de la ministra Delgado) con los presos golpistas: desde la rebaja de tipificación penal del delito perpetrado –de rebelión a sedición– hasta propiciar la inmunidad a Oriol Junqueras para permitir que jurara su cargo de europarlamentario, un disparate que ha cortado de raíz el Tribunal Supremo con su aplastante auto del viernes.
De no haberlo hecho así el Alto Tribunal, con la sentencia en fase de elaboración, Junqueras hubiera escuchado plácida y burlonamente la resolución desde Bruselas al socaire de que el Parlamento europeo aprobara el pertinente suplicatorio. Una burla al Estado de derecho a sumar a las de otros conspicuos prófugos acaudillados por el ínclito Puigdemont. En los antípodas del cuarteto de fiscales que han representado al Ministerio Público, la abogada Seoane, con gran deshonor, personifica nítidamente la incomparecencia del Estado en Cataluña, excepción hecha de un Poder Judicial a la altura de la gravedad del momento y que muchos de sus miembros afrontan a cuerpo gentil. A diferencia de su purgado antecesor, su sustituta no ha sabido decir no, cuando debiera haberlo hecho dando certeza a una intervención final en el juicio llena de titubeo y vergüenza, oponiendo lo preferible a lo que no lo es, como anota Albert Camus en las primeras páginas de El hombre rebelde. La persona libre no es, en fin, una persona cómoda.
Si Sánchez quisiera revirar hacia el centro de las posiciones constitucionalistas hubiera buscado de veras sumar sus raquíticos 123 escaños a los 57 cosechados por Ciudadanos, reeditando el nonato Pacto del Abrazo firmado en la sala de las Cortes donde cuelga el cuadro de ese nombre de Genovés y que torpedeó Podemos en 2015, buscando darle el sorpaso a un anémico PSOE en una siguiente cita con las urnas. Dispondría de estabilidad parlamentaria para frenar el proceso en marcha de independencia de Cataluña –ya lo advirtió el juez Llarena cuando finiquitó la instrucción del 1-O- y para dotar de solidez a la economía cuando pintan bastos. Con un ofrecimiento de ese fuste, ¿alguien cree que Cs se podría permitir decir «no es no», como Sánchez con Rajoy?
Como acaece desde que Zapatero aterrizó en el puesto de mando, el PSOE siempre antepone a los nacionalistas. Ha llegado a la conclusión de que, teniéndolos de su parte, obliga al centroderecha a alcanzar la mayoría absoluta para gobernar. Por eso, cuando la entente de Mayor Oreja y Redondo Terreros para desalojar al PNV se quedó a las puertas en las elecciones autonómicas de 2001, muchos socialistas se felicitaron, entre ellos Felipe González, sobre la base de que, con el PNV, mal que bien, «siempre nos entendimos».
De esta guisa, tratando de allegarse síes o abstenciones de PNV o de Bildu para su reinvestidura, el PSOE no se resigna a facilitar un Gobierno constitucionalista en Navarra, sino que está dispuesto a presidirlo con las franquicias navarras de una y otra formación que auspician asimilar el antiguo reino, cuyas cadenas jalonan el escudo de España, al País Vasco. El irredentismo nacionalista les impulsa siempre a ampliar su espacio vital con los vecinos bajo la excusa de la lengua común. De ahí el proceso de vasquización impuesto por Uxue Barkos, en parangón con la catalanización que se registra en Valencia e Islas Baleares con presidentes socialistas para mayor inri.
Jugando al despiste del conductor que enciende el piloto contrario a la dirección por la que va a girar el coche, Sánchez se dirige a renovar su investidura Frankenstein. No por necesidad o porque Cs se lo ponga imposible. Cree –o le han hecho creer– que el único camino posible es reemprender la vía de Pedralbes. Oséase, el entendimiento con los que no sólo no se arrepienten del golpe, sino que están dispuestos a repetirlo. Pero esta vez pertrechados de los medios precisos. Lo acredita el movimiento para disponer a los Mossos como una guardia pretoriana bajo la férula del supremacismo xenófobo de Torra y que sea germen de ese ejército catalán que emborrona tantos documentos de la Generalitat decomisados en las pesquisas judiciales para esclarecer la asonada del 1-O.
Sánchez entiende que la administración de la sentencia del Tribunal Supremo pasa por avenirse con el soberanismo. Parece receptivo a los cantos de sirena de quienes le susurran al oído que Europa no entendería que los golpistas se pasaran 20 años en prisión, olvidando de igual modo que la opinión pública no comprendería –como tampoco debería entenderlo la UE, al no estar vacunada con esta peste– que se incentivara de esta forma otra nueva tentativa sobre la base de que todo les está permitido al nacionalismo.
Las plagas y las guerras, como refiere Camus en su obra más conocida y que debiera figurar en los exámenes de selectividad, son una cosa común que cogen a las gentes siempre desprevenidas, y luego, cuando estallan, se dicen: «Esto no puede durar, es demasiado estúpido». Como si fuera un mal sueño que ha de pasar. Todo esto ayuda a entender la calamidad de estos tiempos en los que, mientras se porfía por la cola del perro de Sánchez, este busca su reinvestidura Frankenstein para retornar a Pedralbes, de donde nunca se marchó del todo.