De no ser por la izquierda, el recuerdo a Franco sería mucho menor del que es hoy en día. Eso demuestra como incluso tras la muerte física un personaje puede seguir detentando ciertas cotas de poder dentro de eso que denominamos “el relato”. Personalmente, no recuerdo que se hablase tanto del Caudillo como en los últimos seis años. Salvando todas las distancias, con Sánchez – y su socio/enemigo/colaborador necesario Puigdemont – sucede algo similar. Arrastran su muerte política visiblemente y el camino que les queda es escasísimo, por no decir ninguno, se les han agotado los conejos de la chistera, su fragilidad es tal que la cuerda sobre la que efectúan el ejercicio de funambulismo político más rastrero y falaz de nuestra historia democrática puede romperse de un momento a otro.
Son, pues, cadáveres políticos que requieren que un alma piadosa les expida el certificado de defunción. Además, como curiosidad añadida al mayor caso de destrucción de una democracia desde dentro visto en Europa desde el Tercer Reich, se da la inusual circunstancia de que el destino de uno va ligado al otro. Sánchez precisa de Puigdemont igual que este precisa de Sánchez. Han ido de la mano por esos tortuosos meandros en los que la Constitución ha sido conculcada por activa y por pasiva y, de tanto agarrarse, han acabado siendo un solo ente, un engendro político con dos cabezas y un mismo cuerpo. Sin Puigdemont no habrá presupuestos – lo de menos, pueden prolongarse porque a Sánchez España le importa una higa – pero es que tampoco habrá nada más puesto que los siete votos – esos con los que se hizo un pareado procaz, pero terriblemente exacto – le son imprescindibles para aprobar lo que sea; a Puigdemont le va la vida en ello, porque si deja caer a Sánchez es más que posible que el nuevo gobierno que emerja de unas elecciones, aun siendo sanchista, tenga menos contemplaciones con el de Waterloo porque Sánchez no perdona ni olvida.
Son, pues, cadáveres políticos que requieren que un alma piadosa les expida el certificado de defunción
Dos cadáveres políticos a quien se da por amortizados, el primero, George Soros y su Open Society, que los ve como un estorbo. Decía un Rockefeller que cuando en las calles se produce un baño de sangre es cuando se llevan a cabo los mejores negocios. Es cruel, pero veraz. Los que realmente mueven el mundo se han puesto las botas con nosotros a costa de pandemias, guerras, inmigración ilegal delictiva, calles incendiadas por radicales y violencias de todo tipo. Mientras, nos tenían entretenidos con la ley del sí es sí, las baladronadas de Iglesias, el procés, la amnistía, el asalto a la justicia, los confinamientos ilegales, la parasitación de las instituciones y todo, para acabar discutiendo que si Broncano o Motos. Lamento decirlo, pero no hay pueblo más fácil a la hora de ser pastoreado hacia los prados que interesan a los lobos que el nuestro. De ahí que aunque aplicando la lógica más estricta podamos decir, repito, que Sánchez y Puigdemont son dos cadáveres políticos, eso no conduzca a su dimisión. Porque en política, especialmente la española, no se pasa a mejor vida hasta que nadie se acuerda de ti. A Pablo Casado me remito.