JOSÉ ANTONIO ZARZALEJOS-EL CONFIDENCIAL

  • Resultaba insoportable prolongar la constatación de que el Rey de España, jefe del Estado, estaba vetado en Cataluña por el propio Gobierno de la nación

Volvería a equivocarse Pedro Sánchez —y, por extensión, el ministro de Justicia— si en vez de entender el viaje del Rey este viernes a Barcelona acompañado por el presidente del Gobierno como una rectificación del error de no refrendar su presencia en la Ciudad Condal el pasado día 25 en la entrega de despachos a los nuevos jueces en la Escuela Judicial, persiste en la inconsistencia de que aquel veto fue una decisión acertada. No lo fue en absoluto. Representó una utilización arbitraria de la facultad de refrendo de los actos del jefe del Estado que la Constitución atribuye en su artículo 64 al presidente y a los ministros. Y que Pedro Sánchez asuma personalmente la labor que podría haber correspondido a un ministro de jornada —tal vez la de Industria y Turismo— es un gesto de rectificación inteligente y oportuna.

El poder de la presidencia del Gobierno sobre la agenda del Rey es extraordinario, como se corresponde con una monarquía, no solo constitucional, sino también parlamentaria. Lean lo que ha escrito al respecto de determinados refrendos el catedrático de Derecho Constitucional y hasta hace unos días presidente de la Sala Tercera del Tribunal Supremo, Luis María Diez Picazo*:

“¿Implica el sometimiento constitucional a refrendo de todos los actos del Rey que este debe obtener el previo asentimiento del Gobierno a cualesquiera comportamientos que puedan tener consecuencias institucionales o políticas? Es difícil dar una respuesta tajante. La lógica del régimen parlamentario conduce sin duda a afirmar que el Rey no debe actuar a espaldas del Gobierno y que toda su actuación con relevancia pública ha de ser consultada previamente con este. Pero esto no es forzosamente sinónimo de necesidad de asentimiento gubernamental; y la diferencia, aunque sutil, podría tener relevancia con respecto a comportamientos del Rey que, aun no comprometiendo su neutralidad política, no resultasen enteramente del agrado del Gobierno”.

Y añade: “Piénsese en los discursos, la manifestación de opiniones, los viajes a determinados lugares. Ni que decir tiene que estos meros comportamientos no pueden ser refrendados en sentido estricto, ya que por definición no se plasman en ningún documento oficial que deba ser firmado”. Pese a lo cual, hay que inclinarse por el criterio más estricto en una forma de Estado monárquica y parlamentaria, que es el que la Casa del Rey emplea con extrema prudencia y que Felipe VI asume con una disciplina constitucional rigurosa.

De ahí que la agresividad visceral de expresiones tan desafortunadas como las de Alberto Garzón, Jaume Asens, Manuel Castells y el propio vicepresidente del Gobierno, Pablo Iglesias, por no hablar de la estrategia de acoso y derribo del independentismo catalán —a la que el error o el mal cálculo de Sánchez dio alas con su veto—, se haya vuelto contra ellos, porque tanto el presidente como varios de sus ministros, medios de comunicación, analistas nada sospechosos de adhesiones monárquicas, oposición, empresarios e instituciones sociales varias, repararon en que el no refrendo al Rey para el acto en la Escuela Judicial en Barcelona resultó un gravísimo error.

Las razones que habrían aconsejado al presidente del Gobierno vetar el desplazamiento del Rey, expuestas por el titular de Justicia, Juan Carlos Campo, persisten a día de hoy —y lo harán indefinidamente—, porque el secesionismo y la extrema izquierda en Cataluña han reaccionado como lo hubieran hecho si el jefe del Estado hubiese presidido el acto en la Escuela Judicial. Para el independentismo, Felipe VI representa todo lo que ellos combaten: la unidad e integridad del Estado, su permanencia y la vigencia plena del sistema constitucional, que es lo que el Rey defendió en su acertada alocución del 3 de octubre de 2017, un texto profusa y constantemente manipulado por la narrativa independentista.

Este Gobierno está practicando políticas, abiertas o subrepticias, que implican una seria desinstitucionalización del sistema constitucional. Pretender cambiar el régimen de mayorías para acceder al Consejo General del Poder Judicial, además de ignorar la doctrina de 1986 del Tribunal Constitucional, denota una incapacidad negociadora tan paralizante como la de la oposición. E impulsar una segunda ley de memoria histórica (ahora, ‘democrática’), además de ser ignorante de la ley de amnistía, de la prescripción de los delitos, de la extinción de la responsabilidad criminal por fallecimiento, todo ello contenido en la sentencia del Supremo 101/2012, de 24 de enero, supone hacer tabla rasa de la Transición y su significación.

El Rey en Barcelona el próximo viernes, con el refrendo personal y presencial de Pedro Sánchez, es una correcta manera de enviar un mensaje de rectificación, una forma adecuada de entender la política sin esa tozudez dogmática según la cual los dirigentes políticos nunca se confunden. En un país como el nuestro, tan transido por convulsiones de todo orden, merece la pena celebrar los gestos que implican una corrección de rumbo desviado o confundido. Resultaba insoportable prolongar la constatación de que el Rey de España, jefe del Estado, estaba vetado en Cataluña por el propio Gobierno de la nación. Que Sánchez asuma el refrendo con su presencia en Barcelona esta semana, en vísperas de la fiesta nacional del 12 de octubre, es un acierto. No lo estropeen con explicaciones paliativas. Por favor.

*’Ordenamiento constitucional español’ (Tirant Lo Blanch), página 372.