FRANCISCO ROSELL-EL MUNDO

Manuel Olivencia, ilustre maestro de mercantilistas y padre del código de buen gobierno al que apellidó, era un manantial de sabiduría que adobaba con anécdotas atesoradas en su dilatada carrera. Conversador profundo, hacía de la charla un placer perdurable como el toreo rondeño de su admirado Ordóñez. Así refería el episodio que protagonizó Ramón Carande, autor del monumental estudio sobre los banqueros de Carlos V, como profesor de la Facultad de Derecho de Sevilla. Un buen día, mientras explicaba la exclusividad del Estado para emitir moneda, un alumno de primero le espetó: «Siendo como usted lo cuenta, don Ramón, ¿por qué no se hacen circular más billetes y se reparten a todo el mundo por igual?». Sin perder la templanza, el tantas veces colérico palentino acalló los murmullos y le inquirió a su vez: «¿Qué edad tiene, señor mío?». Al responderle que 17 años, exclamó facundo: «¡Qué maravilla! No puedo contestarle. Pero sí aconsejarle que ya no precisa regresar a clase. No lea nada ni preste oídos a quienes pretendan explicárselo. Abandone el aula y conserve su seráfica inocencia».

Como la escena se registró el curso 1946-47, hay que descartar que aquel cándido discípulo deviniera luego en presidente como Pedro Sánchez, quien no deja de prodigar ocurrencias de arbitrista. Como aquellos que ideaban planes disparatados para conquistar la inexpugnable Amberes –cuenta Quevedo– secando el mar con esponjas. Aquellos «arcigogolantes» –así los definió Don Francisco– no han dejado de deslumbrar incautos. De hecho, el crédulo electorado sigue transigiendo con muchas patrañas de estos avispados de todo tiempo y lugar.

Incapaz de desbloquear su investidura, pero dispuesto a afrontar un intento fallido a la espera de su repesca en septiembre, Sánchez ha planteado esta semana como cortina de humo nada menos que una reforma constitucional para que gobierne la lista más votada, al margen de cuantos escaños sume. No pudiendo con lo minúsculo, promete lo mayúsculo, esto es, aquello que exige una mayoría cualificada y un referéndum si lo pide una cuarentena de diputados. Sin encomendarse ni a Dios ni al diablo, pero sí al brujo de La Moncloa, su asesor áulico Iván Redondo, proclamó su particular «¡eureka!», como si fuera Arquímedes al descubrir el principio que le ha dado fama y gloria.

El anuncio de tal portento podría haber rasgado el velo del templo, si no fuera por el pasmo que produjo escuchárselo a quien, tras reprobar esa posibilidad por activa y por pasiva para la elección de alcaldes, como auspiciaba el PP, postula convertir su incapacidad para llegar a pactos de Gobierno en una traba constitucional. Tras arribar a La Moncloa por el atajo de su moción de censura Frankenstein contra Rajoy, justifica esta enmienda del artículo 99 para impedir «coaliciones negativas» cuando fue lo que le facultó ser presidente por sorpresa con menos escaños que ningún otro.

Con leyes nuevas, no van a resolverse conflictos que se deben a la insolvencia y frivolidad de quienes, si otrora hubieran estado al mando, no habrían sacado adelante pactos de Estado como los de la Transición o de la Constitución. Convendría recordar que el sistema de doble vuelta se corresponde con regímenes presidenciales, lo que no es el caso de España, de la misma manera que dotar de un suplemento de 50 escaños a la fuerza mayoritaria, como plantea Pablo Casado al ser lo último que se le ha ocurrido por estar de moda Grecia, quebraría una proporcionalidad ya afectada por la fórmula D’Hont que favorece a los dos partidos mayoritarios en cada distrito.

Interesa no echar en saco roto que, entre los factores que llevaron a pique la Restauración, que aportó a España un gran periodo de bienestar y estabilidad de la mano del turnismo de Cánovas y Sagasta, fue establecer un dique que relegó a la izquierda obrera extramuros del sistema. Nada más propio de arbitristas que proponer remedios no pensados.

Mejor sería, si fuera una cuestión de normas, que no lo es, incorporar un cupo de 50 escaños que se escogieran, no por circunscripción provincial, sino nacional. Ello paliaría la sobrerrepresentación nacionalista o localista, ajena al interés común de la nación, sin distorsionar en exceso la voluntad de los españoles. Pero, para desmontar la engañifa, hay que rememorar que los partidos nacionales de Gobierno –PSOE y PP– siempre se han inclinado a completar sus mayorías con particularistas, bien rehuyendo coaliciones entre sí, bien prescindiendo de partidos bisagra nacionales como CDS, UPyD o Cs.

Al cabo de 80 días de los comicios del último domingo de abril, cualquiera que no conociera a Sánchez diría que padece la parálisis del asno de Buridán. Plantado ante dos montones de heno, iguales y simétricos, no supo decidirse pereciendo de hambre. De esta guisa, pudiendo forjar mayorías a diestra y a siniestra, Sánchez ha dejado pudrir la investidura. Pero no lo sume tanto la paradoja de Buridán, sino someter a los españoles a la disyuntiva de yo o el caos. Resucita una gran portada de la revista satírica Hermano Lobo en la que el dibujante Ramón retrata a un orador lanzando ese dilema y el público grita cual eco rebelde: «El caos, el caos». Oído lo cual, el tribuno concluye: «Es igual, también somos nosotros».

Todo ello cuando Europa en su variopinta complejidad de Torre de Babel de 28 naciones con intereses contrapuestos, familias ideológicas heterogéneas y choques de fuerzas centrípetas y centrífugas ya dispone de Gobierno tras sus comicios posteriores a las elecciones legislativas españolas. ¿Cómo ha sido posible armar ese puzle en un mes y que España dilate el interinato de un presidente en funciones que hace mangas y capirotes? Por ejemplo, negociando libérrimamente la posición española, donde Macron le ha tomado el pelo. En una coyuntura proclive a sus intereses, al echar la carne en el asador de la fallida candidatura del socialdemócrata Timmermans, España ha debido contentarse con un puesto más relumbrante que relevante: una jefatura de la política exterior que, en la práctica, ejercen los jefes de Gobierno.

No ha hecho falta echar mano de aquella argucia que planteó la directora-gerente del Fondo Monetario Internacional, Christine Lagarde, próxima gobernadora del Banco Central Europeo, para resolver la crisis del euro: encerrar con llave en una habitación a los líderes de la UE hasta que diseñaran un plan. Quizá habría surtido efectos en España. Pero lo cierto es que la investidura demorada de Sánchez, tras semanas dando vueltas y más vueltas como una peonza en danza, sigue en la casilla de inicio, una vez descartada la opción de Cs y de designar socio preferente a Podemos.

Se enfrenta al mismo aprieto de partida: o forma un Gobierno Sánchezstein con ministros de Podemos empotrados en su sala de máquinas o convoca las cuartas elecciones en cuatro años, salvo que le baste con esa amenaza para persuadir a Iglesias de que dé su brazo a torcer. No parece. En esta encrucijada, el líder podemita prefiere el riesgo de morir enfrentado al destino que la muerte lenta de su asimilación electoral por el PSOE mediante un apoyo parlamentario sin puestos en el Consejo de Ministros que permita capitalizar esas medidas legislativas en votos. En cierto modo, ello le supondría vivir derrotado y morir un poco cada día hasta llegar exangüe a la siguiente cita con las urnas, tras desperdiciar en su momento la posibilidad de un sorpasso al PSOE. Como afirma Taleb, el autor de El Cisne Negro, en uno de sus aforismos: de la misma forma que no hay un estado intermedio entre el hielo y el agua, «sí lo hay entre la vida y la muerte: un empleo». De ahí la terquedad de Iglesias por meter la cabeza en La Moncloa.

Sánchez se finge víctima de la situación que él propicia eternizado como presidente en funciones a base de erosionar los mecanismos constitucionales y de saltarse los controles consustanciales a un sistema democrático. Disponiendo de votos a izquierda y derecha para acarrear los 53 escaños de su investidura, no asiste al Parlamento para buscar el refrendo de la Cámara hasta transcurridos tres meses de unas elecciones generales que, a su vez, anunció con dos meses de antelación. En la práctica, acumula casi medio año en una situación poco decorosa democráticamente.

A la sazón, habrán corrido más de 40 días desde que el pasado 6 de junio recibió el encargo del Rey para formar Gobierno. Primero se parapetó en las elecciones municipales y europeas del mes siguiente para ver si le aportaban algún comodín que le permitiera rentabilizar mejor sus 123 escaños y, posteriormente, dilató la cita para ver si, dando largas a las apetencias, sus aliados aflojaban y le permitían no tener que cederle cuotas de poder que comprometieran su aspiración de liderar la socialdemocracia europea. Es más, cuadró la fecha de investidura para presionar a sus eventuales socios con elecciones anticipadas en noviembre, como si Felipe VI fuera un mero convidado de piedra y careciera de atribuciones para resolver una solución alternativa por medio de la correspondiente ronda de conversaciones con los portavoces de los grupos parlamentarios. Una cosa es conceptuarse de rey de la situación y otra distinta suplantar al Jefe del Estado.

Camino de ser un presidente interino para la eternidad, evoca El vicio del poder, la película de Adam McKay sobre Dick Cheney, considerado el vicepresidente más poderoso de la historia de EEUU, cuya acción no sólo cambió su país, sino el mundo posterior al 11 de septiembre de 2001. Cuando un vicepresidente no tiene mayor función que sentarse a esperar a que el presidente se muera, arguye el personaje de Cheney en la cinta, él se adueñó de resortes claves y actuó como un presidente a la sombra por la vía de los hechos mediante un sinfín de triquiñuelas. Cheney podía haber hecho suya la frase que su padrino en sus primeros días en Washington, Donald Rumsfeld, secretario de Defensa con Ford y Bush, decía de sí mismo: «Soy como un chinche al que hay que quemar el colchón para librarse de él». Es lo que pretende Sánchez. Aun habiendo cambiado el colchón nada más llegar a La Moncloa, hace del poder un vicio.