Carlos Sánchez-El Confidencial
- La legislatura, tras la inminente aprobación de los PGE, entra en los minutos de la basura. 2023 será un año perdido en término de reformas. El Gobierno no ha caído ni por casualidad, como proclamaba el hacedor de la diplomacia moderna
Cuenta François Mitterand en una especie de memorias que publicó antes de acceder al poder que en una ocasión le recomendó a Giscard d’Estaing, su gran rival político, que razonara como lo hacía Talleyrand, a quien una vez le preguntaron: ¿Cuándo caerá el Gobierno? El duque de Périgord, el político más influyente de su tiempo, el hombre que en el Congreso de Viena revisaba por las noches a hurtadillas los rescoldos de las chimeneas para saber de qué habían hablado los diplomáticos de las otras potencias, respondió: «Caerá por casualidad».
La definición canónica de la RAE define casualidad como la combinación de circunstancias que no se pueden prever ni evitar, y parece evidente que con los socios que encontró Pedro Sánchez para gobernar —él los buscó— todo indicaba que el Gobierno caería por casualidad. Al fin y al cabo, desde la irrupción de la pandemia, el número de circunstancias imprevisibles e inevitables ha sido extraordinario. Pero todas ellas, y esto es quizás lo más relevante, vinculadas al exterior: el covid, la crisis económica posterior, los cuellos de botella en las cadenas globales de aprovisionamiento tras el levantamiento de las restricciones a la movilidad, la vuelta de la inflación y, por supuesto, la guerra en Ucrania
Las situaciones excepcionales durante toda la legislatura han obligado a los dirigentes de Unidas Podemos a tener piel de elefante
Es verdad que el propio Gobierno de coalición ha provocado sus propias tensiones y contradicciones internas, pero al quedar enterradas las discrepancias bajo el manto de crisis importadas de gran envergadura, Sánchez, paradójicamente, ha podido mantener en líneas generales el bloque de investidura.
Las situaciones excepcionales, como se sabe, suelen reforzar a los gobiernos, y, por el contrario, a castigar a la oposición, cuyo margen de maniobra se resiente. También penaliza a los partidos coaligados, cuya estrategia queda oscurecida por la sobreexposición del jefe del Ejecutivo a la opinión pública, lo que les obliga a tener piel de elefante y a aguantar todo lo que venga. Es decir, a aceptar determinadas decisiones políticas que en un contexto de normalidad no hubieran aprobado. El papel de los Verdes en el actual Gobierno alemán de coalición es el mejor ejemplo de decir una cosa y hacer otra. Sin duda, por una situación excepcional. O la conversión de los conservadores británicos a las políticas progresistas elevando impuestos o subiendo el salario mínimo, lo mismo que la inflación en medio de una coyuntura extraordinaria.
Estrategia de oposición
Es en este contexto en el que el presidente del Gobierno ha sobrevivido a todos. A los independentistas, que andan como pollos sin cabeza, hasta el punto de que ERC comienza a ser la nueva CiU; a Unidas Podemos, que se desangra en público en un espectáculo que comienza a tener algo de teatral, y al propio Partido Popular, que en medio del fragor de la batalla tuvo que cambiar no solo de líder, sino también de estrategia de oposición apostando por alguien más centrado, a priori. Hasta EH Bildu es hoy un partido socialdemócrata sin más que ha pasado de defender las pistolas a aspirar a ser como el PNV cuando gobierna la izquierda en Madrid. Todo ello en aras de lograr una mayoría social en el País Vasco.
La consolidación del poder de Sánchez se ha completado con una estructura orgánica del PSOE que está a su servicio, lo que evita cualquier discusión interna. Ni Felipe González tuvo tanto poder dentro del partido socialista como lo tiene hoy su secretario general. Los barones que le critican (es significativo que solo lo hacen los que están en el poder, no los que están en la oposición) no lo hacen por razones estratégicas, sino tácticas, porque creen que si el Gobierno pacta con los independentistas o con los herederos de ETA les puede costar muchos votos en sus respectivos territorios. Si la política de alianzas de Sánchez no les quitara votos, los Lambán, García-Page y compañía estarían a muerte con su jefe de filas.
La prueba del nueve, guste o no, es que Sánchez está a punto de cerrar la aprobación de sus terceros presupuestos generales del Estado consecutivos, pese a contar con una escuálida mayoría parlamentaria, apenas 120 diputados. No es poco para un Gobierno que nació como Frankenstein, pero que ha acabado pareciéndose más a Prometeo.
Guste o no, Sánchez está a punto de cerrar la aprobación de sus terceros presupuestos pese a su escuálida mayoría parlamentaria
Es probable, sin embargo, que todo eso cambie a partir de 2023. Es una obviedad que los incentivos de Unidas Podemos para continuar en el Gobierno son cada vez menores. Y no solo por los trágalas que están obligados a aceptar sus dirigentes (Marruecos, ley de vivienda o la no derogación de la ley mordaza, además de una reforma fiscal que no ha llegado). También por las consecuencias políticas de la escalada verbal entre Pablo Iglesias y Yolanda Díaz, un clásico desde el renegado Kautsky, si no porque las zancadillas desde el propio Gobierno son cada vez mayores para provocar la ruptura parcial. Cada vez es más evidente que el escenario con el que trabaja Sánchez pasa por alejarse cada vez más de Unidas Podemos, aunque no demasiado. Entre otras razones, porque el PSOE necesita que UP no se desplome y sus restos los recojan el PP o Vox por la mera aplicación de la ley electoral.
Un camino demasiado largo
Sánchez sabe que provocar una ruptura total —y de ahí que haya salido al rescate de Irene Montero con más ardor que la propia Yolanda Díaz— le costaría votos en el ámbito de la izquierda, y eso explica que el tira y afloja continuará en los próximos meses. También la ministra de Trabajo es consciente de que si deja de ser vicepresidenta, el escaparate que le sirve de trampolín se queda sin luz, lo que explica que la política gallega tendrá que aguantar todo lo que pueda, aún a costa de traicionar a quienes le han colocado como cabeza de cartel de Unidas Podemos. Es ya una evidencia que a la ministra de Trabajo el camino se le ha hecho demasiado largo.
Esto explica que la política española se haya convertido en un ejercicio de supervivencia. De lo que se trata es de resistir todo el tiempo preciso. Sánchez por el mero ejercicio del poder, pero también porque es probable que durante la segunda mitad de 2023 se hayan aclarado algunas cosas muy relevantes (guerra de Ucrania, presiones inflacionistas o, incluso, una recuperación de la economía), lo que a priori le pueden ser favorables en las elecciones de dentro de un año. Y si el escenario empeora, siempre tendrá el comodín de la excepcionalidad.
Unidas Podemos, por su parte, tiene mucho que perder si sale de forma abrupta del Gobierno. A lo sumo, puede aspirar a pactar con Sánchez la fecha que marque el fin de la coalición inmediatamente antes de las autonómicas y locales, como hacía Willy Brandt con los liberales, que cada cierto tiempo se ponían en crisis para que los alemanes pudieran visualizar que eran dos partidos distintos.
La política española se ha convertido en un ejercicio de supervivencia. De lo que se trata es de resistir todo el tiempo preciso
A ERC tampoco le favorece un adelanto electoral porque el aquelarre interno que vive Junts es un espectáculo impagable para un partido que aspira a situarse en la centralidad de la política catalana, ya muy lejos de los republicanos de Heribert Barrera y cada más cerca del Tarradellas que volvió a España después del exilio y pactó con Suárez.
Feijóo es quien puede tener más prisa porque siente el aliento de Díaz Ayuso, quien ya solo puede crecer por su derecha, y de ahí sus cada vez más frecuentes salidas de pata de banco. El presidente del PP es consciente de que si en unas circunstancias como las actuales no vence, sus esperanzas en el futuro se debilitan. Una segunda legislatura de Sánchez (sin contar la de la moción de censura) se le haría muy larga.
La cara B de este escenario es obvia. El año 2023 —que representa nada menos que la cuarta parte de la legislatura— será un ejercicio perdido. No solo en relación con las de carácter económico, sino a las institucionales, que son en última instancia las que permanecen en el tiempo. Sánchez, es obvio, no ha tenido ningún interés en poner al día la arquitectura institucional del Estado, que ha quedado obsoleta.
La turbo política
Es verdad que en esta legislatura ha habido muchas urgencias y todo tipo de cisnes negros se han cruzado en el camino, pero tampoco hay que olvidar que eso le hubiera alejado de sus socios. Pero sobre todo, porque eso que se ha llamado la turbo política (que es el escenario en el que mejor se mueve el presidente del Gobierno) es incompatible con las reformas profundas en cuestiones como la política territorial, la regeneración interna de los partidos políticos o una reforma integral de justicia, además de una reforma de calado en la Administración.
Sánchez nunca será un reformista, porque es condición necesaria crear una política de apaciguamiento en el espacio público en aras del entendimiento, y eso no va en su ADN. Tampoco el PP fue capaz de hacerlo cuando Rajoy tenía mayoría absoluta y estaba en condiciones de crear un espacio de consenso. Su ventaja, sin embargo, es que desde el poder no solo se marca la agenda pública, sino también el ritmo de los tiempos, algo que conocen muy bien los primeros ministros, aunque a veces se equivocan.
Stefan Zweig, que hizo una memorable biografía de Fouché, el más encarnizado enemigo de Talleyrand, lo explicó divinamente cuando recordó en aquel retrato inmisericorde que hizo del genio tenebroso, como lo calificó, que el diplomático francés y principal hacedor de la diplomacia moderna llegó a la revolución desde arriba. «Talleyrand descendió», como dice el escritor austríaco, «como un soberano en su carroza para entrar en el Tercer Estado», mientras que Fouché, ascendió a los Estados Generales “trabajosamente y a fuerza de intrigas (…) con la laboriosidad celosa y astuta del burócrata ambicioso”. Por eso Sánchez gana y hoy Iglesias tiene en su propia persona a su peor enemigo. Es el poder, amigo.