José Antonio Zarzalejos-El Confidencial
- Hasta la ley de amnistía se convierte en moneda de cambio para aprobar los presupuestos, lo que implica la relativización de la política y la conversión del Congreso en un zoco
Los políticos, y entre ellos especialmente Pedro Sánchez, no manejan el dolo de mentir, sino el de sobrevivir. Así, el engaño es instrumental. Casi todos los dirigentes públicos tienen una mala relación con la realidad incómoda porque amenaza su instinto básico, que consiste en permanecer en el poder. Por eso evitan reflexiones veraces, es decir, ajustadas a los hechos, objetivas. Y cuando hacen lo contrario de lo que dicen —lo que en el presidente del Gobierno es uno de sus rasgos idiosincráticos más acusados—, nunca asumen que es una rectificación ni, mucho menos, una contradicción. En la lógica del poder está no desmentirse y tratar de dar coherencia a comportamientos que no la tienen.
Pedro Sánchez ha establecido un constante pugilato consigo mismo. Su pérdida de credibilidad se debe a que no ha verbalizado las razones de sus abruptos cambios de criterio. No gobernaré con estos y aquellos, y acaba haciéndolo sin que medie una explicación convincente o, al menos, respetuosa con el ciudadano. Asegura que no indultará, y lo hace, sin asumir la rectificación. Se entrega a la estrategia que le marcan unos colaboradores que luego destituye fulminantemente, y no abre la boca pergeñando, al menos, un relato sobre su decisión. Se hace valedor de los principios constitucionales y los banaliza en una ‘mesa de diálogo’ con independentistas. La lista de la falta de veracidad en el comportamiento de Sánchez resultaría demasiado larga. La última es de ayer mismo: transacciona con la interpretación de la ley de amnistía de 1977 para atraerse los votos de ERC a los presupuestos. El Congreso, como remedo de un zoco.
Importa, sin embargo, incidir en el espejismo actual que vive la política española tirada del ronzal de la dialéctica del presidente y de los miembros de su Gobierno. En 2008, Rodríguez Zapatero prohibió a sus colaboradores que se mencionasen las palabras ‘crisis económica’ y ordenó que se sustituyesen por eufemismos: desaceleración, ralentización, bache… Pero jamás permitió que se reconociese que nos enfrentábamos entonces a una gran recesión. Sálvense las distancias y estamos en lo mismo. Sánchez mantiene unas expectativas en los presupuestos que atentan contra todos los pronósticos públicos y privados que disponen de autoridad técnica en los mercados.
El crecimiento de nuestra economía es mucho menor del calculado por el Gobierno, y así lo dicen la Unión Europea, el FMI, el Banco de España, Funcas (lo reiteró este miércoles) o el INE. No importa: se mantiene el cuadro macroeconómico contra viento y marea. Se firma -—por enésima vez— la ‘derogación’ de la reforma laboral y, al rato, se nos dice que no es tal; se asegura que la sostenibilidad de las pensiones está garantizada, y a la vuelta de dos días nos enteramos de exigencias de la UE que reclaman medidas que el Gobierno ha descartado optando por una medida temporal y objetivamente insuficiente, un zurcido precario. Hay tres vicepresidentas en el Consejo de Ministros y es la ministra de Hacienda y Función Pública la que firma el memorando con la Unión Europea que nos compromete a determinadas reformas para que los fondos europeos se libren a nuestro país.
También se prometió el abono con cobertura completa del ingreso mínimo vital y nos enteramos de que, pese a constituir una medida protagónica en la gestión gubernamental, no ha llegado a la mitad de sus potenciales beneficiarios; se dicta un decreto ley para recortar determinados beneficios a las empresas energéticas y 15 días después otro para evitarlo; se nos dice que no habrá ‘hombres de negro‘, pero se anuncian visitas trimestrales de Bruselas para vigilar la marcha de nuestras grandes variables macroeconómicas. Más: se pretende convertir en funcionarios de carrera a 300.000 interinos en todas las administraciones públicas sin concretar cómo se va a salvar la neta inconstitucionalidad de la decisión, o se propone la modificación de la Ley de la Seguridad Ciudadana sin tomar la temperatura a los sindicatos policiales. No iba a haber peajes, pero ahora resulta que son imprescindibles, lo que provoca una anunciada huelga de camioneros en días críticos para los suministros de las fiestas navideñas. Y sobre la inflación, que supera el 5% y nos devuelve a la que se registraba hace casi 30 años, el Gobierno se mantiene impasible. Se nos garantiza que pagaremos el recibo de la luz a fin de año en similares cuantías a las de hace dos años y nadie denuncia esa fantasía. Peor aún: “España va mejor”, cuando la realidad es que las razonables expectativas que se manejaban hace unos meses se están desplomando.
La política implica siempre —para serlo de altura— una buena interlocución con los ciudadanos. En España, tanto por el Gobierno como por la oposición, esa interactuación no se produce. Ni siquiera en el Congreso de los Diputados, en cuyas sesiones los españoles interesados en la cosa pública localizan motivos constantes para sentirse abochornados, sea por el ínfimo nivel dialéctico de los diputados o por pactos y acuerdos vergonzosos. Al tiempo, las sentencias se desoyen o desprecian, sean del Supremo (caso de Alberto Rodríguez), sean del Constitucional (estados de alarma). Y Sánchez, como instancia última y de máxima responsabilidad, mantiene una enorme ficción, con una moderación gestual y verbal impostada y con cambios de criterio fulminantes e inexplicados.
Al fin, se están tramitando unos presupuestos generales del Estado que son un cuento chino, una carta a los Reyes Magos, o una falsificación gravísima de la realidad macroeconómica española. Ficción presupuestaria; ficción gubernamental con una coalición que no es tal; ficción institucional a todos los niveles; ficción de políticas sociales que la Administración General del Estado no puede implementar (IMV); ficción de autonomía financiera cuando estamos sometidos a vigilancia estricta europea. Y no pasa nada por dos razones: porque la alternativa a los creadores de este enorme trampantojo no merece un crédito suficiente y porque la inercia perversa de que la veracidad es un relativismo compatible con la política ha calado en todas las instancias del país.
A Sánchez habría que pedirle que fuese coherente, al menos, con el cinismo de Winston Churchill, según el cual “el político debe ser capaz de predecir lo que va a pasar mañana, el mes próximo y el año que viene, y de explicar después por qué no ha ocurrido”. Nuestro presidente no explica nada: da la callada por respuesta a sus constantes y dolosas contradicciones y se ha introducido en una burbuja de ficción. La realidad, antes o después, se venga de quienes la desconocen.