José Antonio Zarzalejos-El Confidencial
- El presidente simula mover ficha reponiendo las mascarillas en el exterior y utilizando a los presidentes autonómicos como sacos terreros. Está incurriendo en la ridiculez
La pandemia es una catástrofe sanitaria y socioeconómica. Pero para el Gobierno español y para su presidente también está siendo otra de naturaleza política. No solo porque el Tribunal Constitucional haya anulado —a toro pasado— los preceptos sustanciales de los dos decretos de los estados de alarma (el del 14 de marzo y el de 25 de octubre, ambos de 2020), sino también porque, desde hace un año, ha abdicado de su obligación constitucional de “dirigir la política interior y exterior” (artículo 97 de la CE).
No cabe imaginar una función gubernamental más básica que la de manejar una pandemia que arrasa con la salud de los ciudadanos y lesiona gravísimamente la economía. Pues bien, el presidente Sánchez, después de comprobar el desgaste que le supuso la gestión del primer estado de emergencia (entre marzo y junio del pasado año), tomó la arbitraria decisión de implementar sobre la nada jurídica la llamada “cogobernanza”, un concepto inexistente, además de en el diccionario de la Real Academia Española en el ordenamiento jurídico nacional.
Sin embargo, desafiando la interpretación más elemental del artículo 116 de la Constitución (estado de alarma, excepción y sitio) y de la ley orgánica de 1981 que lo desarrolla, fundamentó ese constructo de cogobierno en la delegación en los presidentes autonómicos de la ejecución de las medidas de contención de la pandemia, una determinación inconstitucional como así determinó el TC en su sentencia del pasado mes de octubre.
Y ahora, sin estados de emergencia, sigue inhibiéndose ante la sexta ola de las infecciones masivas atribuyendo la responsabilidad de la adopción de las decisiones sanitarias más incisivas a las comunidades autónomas que gestionan la sanidad pública, pero que carecen de herramientas jurídicas suficientes para restringir derechos ciudadanos que afectan a su libre circulación y a la libertad de empresa.
No se trata, como algunos podrían suponer, de descentralizar el poder de decisión. Por el contrario, estamos ante una clamorosa dejación de responsabilidades políticas utilizando a los presidentes autonómicos como 17 sacos terreros para que el Gobierno se parapete en la trinchera de la inacción que, fabula, le será menos erosiva que el ejercicio del liderazgo que le corresponde en el combate de la pandemia.
Se confunde Sánchez si cree que, con el decreto ley que aprueba hoy el Consejo de Ministros para imponer las mascarillas en el exterior —la prevención más ineficiente de todas las posibles y la menos recomendada por los expertos— después de haber derogado esta medida el pasado mes de junio, cubre el expediente de su retraimiento gestor. La decisión no vale ni como coartada decisora porque, ante la magnitud del problema, resulta ridícula y va a excitar los ánimos de muchos porque el embozado en el exterior implica, primero, un coste que recae en las economías domésticas y, luego, un aditamento molesto y, a tenor de lo comprobado, de escasísima capacidad preventiva.
Los presidentes autonómicos, incluso a su pesar y sin mecanismos eficientes de coordinación —no lo son ni la Comisión Interterritorial de Salud ni la tardía e ineficaz Conferencia de Presidentes celebrada ayer con tan magros resultados—, están dibujando un mapa de medidas caótico y contradictorio, y seguirán haciéndolo, afectando a las certidumbres que se merece la ciudadanía. Unos propugnan medidas drásticas; otros, intermedias, y algunos, meramente paliativas. El resultado en muchos casos es que la legalidad de las medidas queda en manos de los tribunales superiores de Justicia a los que se endosa —sin más legislación que la sanitaria ordinaria y orgánica— un decisionismo tantas veces contradictorio en sus fallos y que no les correspondería si el Gobierno asumiese sus facultades indelegables.
El presidente no ha tomado en consideración ninguna de las muy sensatas sugerencias y peticiones de envergadura que le han dirigido presidentes autonómicos y, entre ellos, los de su propio partido y los nacionalistas de Cataluña y País Vasco: una ley orgánica para afrontar la pandemia —tiempo de sobra ha habido para elaborarla— y la adopción de un modelo de gestión común de la emergencia, única manera de evitar la terrible confusión en la que están anegados los ciudadanos y para atajar el caos en el sistema público de salud.
Por lo demás, han regresado dos fenómenos que ya se produjeron en olas anteriores. De una parte, como ocurrió con las mascarillas, el desabastecimiento de test de antígenos es prácticamente completo en las farmacias. De otra, el colapso de los centros de salud resulta similar al hospitalario en tiempos anteriores. Y, aunque la Sanidad está transferida —en su gestión, no en su titularidad—, el Gobierno tiene una responsabilidad inesquivable en ambos asuntos.
Lo que ya es más difícil de entender es que los presidentes autonómicos se dejen manejar como empalizada en la pretendida defensa de la indemnidad política de un Gobierno que rehúye sus obligaciones. Ni siquiera le espetan la realidad objetiva y exitosa que les corresponde a ellos y no al Ejecutivo: la logística de la vacunación que es lo que mejor ha funcionado. Un mérito que, para mayor sarcasmo, se atribuye Sánchez y su irrelevante ministra de Sanidad.
Y así, el país se debilita. No, no “salimos más fuertes”. Esta es la conclusión de la última entrega —ayer— del “Pulso de España” elaborado por Metroscopia: “Tres de cada cuatro españoles piensan, en este final de 2021, que las cosas en España no funcionan, en general, de forma adecuada: es decir, como deberían y podrían hacerlo. Esta idea es expresada de forma masiva (91%) por el electorado situado más a la derecha, pero también por la mitad (47%) del conjunto de votantes de formaciones de izquierda”.