José Antonio Zarzalejos-El Confidencial
Sería insensato que el presidente se pronunciase sobre indultos que requieren, además de una sentencia firme que no se ha dictado, de muchos requisitos previstos en una ley específica
Los argumentos especulativos están permitidos en las campañas electorales. Uno de ellos lo han manejado tanto Rivera como Casado. Consiste en la suposición de que el Gobierno —en caso de que vuelva a presidirlo Pedro Sánchez— indultaría a los eventualmente condenados por el Supremo encausados por los hechos sucedidos en Cataluña en septiembre y octubre de 2017, cuyo juicio, en la fase de vista oral, sigue su curso en el Palacio de las Salesas de Madrid.
Bien es verdad que la cuestión del indulto a los políticos, ahora presos preventivos y acusados de graves delitos (rebelión, sedición y malversación), la platearon torpemente tanto la delegada del Gobierno en Cataluña, Teresa Cunillera, como el primer secretario del PSC, Miquel Iceta. Ambos pusieron en un brete a Sánchez y permitieron que el PP y Ciudadanos manejasen con verosimilitud esa posibilidad. Y que, por tanto, haya calado en la opinión pública que el silencio al respecto del presidente del Gobierno implica una intención de máxima benignidad con los previsiblemente condenados.
Pedro Sánchez, pese a la insistencia con la que Casado y Rivera le han interpelado al respecto, no ha dicho que indultaría a los procesados, ni que no lo haría. Y su silencio ha sido correcto y, añadiría, lo único posible para quien tiene expectativas de mantenerse al frente del poder ejecutivo. Incluso se excedió cuando sostuvo en una entrevista que tras la sentencia «el poder político se posicionaría», lo que alimentó aún más la suspicacia con la que se ha manejado este asunto en los debates de campaña.
El indulto se configura en la Constitución como el «derecho de gracia» que su artículo 62 i atribuye formalmente al Rey y que este concederá «con arreglo a la ley» que, añade el precepto, no podrá autorizar «indultos generales». Es el Consejo de Ministros el que materialmente decide el indulto con arreglo a una ley antiquísima (18 de junio de 1870) y la medida no es enteramente discrecional del Ejecutivo.
Su silencio ha sido correcto y, añadiría, lo único posible para quien tiene expectativas de mantenerse al frente del poder ejecutivo
Sin una sentencia firme —y no la hay— plantear la cuestión del indulto es imprudente y nada considerado hacía la labor de la justicia. De la causa que se está juzgando en la Sala Segunda puede salir una sentencia absolutoria —improbable pero no imposible— o condenatoria —más probable—. Pero en este segundo caso, nadie está en condiciones de anticipar las variables que podrían concurrir, que van desde el mantenimiento o modificación de las conclusiones provisionales de las acusaciones, hasta una diversidad de delitos —más graves y menos— que el Tribunal aprecie, sobre la base de que se deberá ajustar al principio acusatorio.
Tras la sentencia, y para el caso de que sea condenatoria, el indulto puede ser total o parcial. Para que se produzca es necesario (artículo 11 de la ley) que concurran «razones de justicia, equidad o utilidad pública, a juicio del Tribunal Sentenciador y del Consejo de Estado». En todos los demás supuestos «se concederá tan solo el parcial» (artículo 12 de la ley). Por lo demás, el indulto lo pueden solicitar los interesados, sus parientes o «cualquier otra persona en su nombre», e incluso puede proponerlo el propio Tribunal sentenciador. Y, además, el indulto debe ser acordado por el Consejo de Ministros mediante Real Decreto «motivado» (artículo 30 de la ley). O sea, el Gobierno debe explicar por qué lo concede. Y no valen argumentos de mera oportunidad política.
Sería insensato que, con todos estos requisitos y presupuestos, Sánchez se pronunciase en cualquier sentido sobre indultar o no una pena a un delito(s) que ni siquiera se tienen por existentes al no haberse dictado sentencia firme. Pero trascendiendo a Sánchez y situando la cuestión en un plano más abstracto, el derecho de gracia es una prerrogativa del Ejecutivo —en su versión parcial— que solo es plena (indulto total) si concurren requisitos que no determina el propio Gobierno. Es una facultad del Ejecutivo pero, sin llegar a ser un derecho, es también una legítima expectativa de todos los reos de un delito, salvo los que excluye la propia ley entre los que no se encuentran los de rebelión, sedición y malversación.
Parece sensato que, dadas las circunstancias, ni se descarte el indulto ni se deje de descartar y establecer un ambiente público —social y político— que respete los tiempos del Tribunal y las facultades del Gobierno que en su momento pudiera encararse con una petición de esta naturaleza. Teniendo en cuenta que han de concurrir siempre y en todo caso razones de peso que proscriban cualquier arbitrariedad o «trapicheo» para que el derecho de gracia total o parcial pueda producirse.
Preservar la integridad del Estado es hacerlo de su buen y ordenado funcionamiento institucional. Y los tiempos —y el respeto que conllevan a las decisiones judiciales— son esenciales en la correcta aplicación de las previsiones del ordenamiento jurídico. La política electoral no puede ni debe invadir como un tsunami este terreno delicadísimo de la impartición de la justicia y del cumplimiento de las sentencias. Pensémoslo, hoy que es el día de reflexión previa a una jornada decisiva: el 28-A.