Lunes 15 de mayo. Cena de gala en Versalles. El esplendor del viejo palacio mandado construir por Luis XIV y el savoir-faire francés unidos en un objetivo común: deslumbrar a los más de 200 invitados, la mayoría líderes empresariales de primer nivel, llegados de las cuatro esquinas del planeta y reunidos en torno a un Enmanuel Macron dispuesto a convencerles para que inviertan en Francia. Gente como Elon Musk, el gran capo de Tesla, o Albert Bourla, CEO del gigante farmacéutico Pfizer. La Francia de los 3 billones de deuda pública, La Francia de la presión fiscal insoportable, la Francia dispuesta a quemar la calle en cuanto le hablan de reformas, la Francia decadente que parece haber perdido definitivamente el tren frente a Alemania, esa Francia de la que muchos hablan como el enfermo de la UE parece dispuesta a resurgir de sus cenizas y engancharse al futuro impulsada por un Gobierno dispuesto a atraer grandes inversiones y poner en marcha un plan de reindustrialización que promete crear cientos de miles de empleos anualmente.
Y parece que a esa Francia a la que tantos daban por muerta le empieza a ir bien. Musk estudia el montaje en el país vecino de una nueva planta de Tesla similar a la que el año pasado abrió en Alemania. El fabricante taiwanés de baterías para automóviles ProLogium anunció la semana pasada una inversión de 5.200 millones en una nueva fábrica situada en Dunkerque, en el llamado “cinturón del óxido» francés. La franco-alemana ACC trabaja ya en la construcción, en Lens, de una gran factoría especializada en el suministro de piezas para vehículos eléctricos. Y esta semana se supo que Francia acaba de arrebatar a España la que será la mayor fábrica de paneles solares de Europa, un producto considerado de alto interés estratégico hoy dominado por China. En efecto, el grupo Holosolis, cuyo presidente, Jan Jacob Boom-Wichers, figuraba entre los invitados a la cena de Versalles, ha alabado “la agilidad administrativa de un país donde se pueden conseguir los permisos para empezar a producir en un tiempo de entre seis y nueve meses, plazos muy próximos a los que se podrían lograr en China”.
La franco-alemana ACC trabaja ya en la construcción, en Lens, de una gran factoría especializada en el suministro de piezas para vehículos eléctricos
La noche del lunes, San Isidro en Madrid, mientras la elite del empresariado mundial cenaba en Versalles con el “establishment” galo, Pedro Sánchez preparaba en Moncloa su debate del día siguiente con Núñez Feijóo en el Senado, afilaba las garras de su arrogancia para seguir cavando la trinchera, ahondando en la sima que separa las dos España, sembrando ese odio nuevo en que se ha convertido la vieja radical negativa del socialismo español para aceptar en la mesa de la normalidad política a nadie que no sea él mismo o, tal vez, sus socios y amigos, los separatistas catalanes y los herederos de las pistolas vascos. La Asamblea Nacional gala acaba de aprobar una ley que reduce drásticamente los trámites administrativos necesarios para iniciar la construcción de los 6 nuevos reactores nucleares de los que ya se ha hablado aquí. Ello después de haber derogado la ley –Gobierno Hollande, año 2015- que limitaba al 50% la aportación nuclear al suministro eléctrico francés a partir de 2025. En un contexto de renacimiento de esa energía en casi todo el mundo, excepto en países como Alemania o España (la obsesión antinuclear, la ideología trasnochada de la ministra Ribera), Francia concibe su nuevo programa nuclear como una plataforma capaz de impulsar un vasto plan de reindustrialización que incluye la movilización de ingentes recursos financieros y humanos, amén de la creación de millones de empleos.
La misma semana que en el Parlamento galo ocurrían estas cosas, el Congreso español daba el visto bueno al dictamen del Proyecto de Ley por el que se crea la Autoridad Administrativa Independiente de Defensa del Cliente Financiero, una especie de nuevo supervisor, otro más, que presumiblemente se encargará de hacer lo que ahora hace, y con solvencia, el Banco de España, la CNMV, y la Dirección General de Seguros, aprobado con la oposición de Vox, siempre Vox, y la abstención del PP. Dice el anteproyecto que se trata de establecer “un sistema público de resolución extrajudicial de las controversias surgidas entre las entidades financieras y sus clientes”, pero de toda la vida de Dios, desde mucho antes de que los papás de Sánchez nos obsequiaran con la llegada de su retoño a este perro mundo, la relación entre un banco y sus clientes es un vínculo jurídico-privado ajeno a cualquier tipo de administración pública, por lo que las controversias surgidas entre ellos son un mero conflicto entre particulares sometido al derecho privado. Se trata, en realidad, de simple y pura burocracia, presumible nido de corrupción futura y, desde luego, nuevo pesebre en el que colocar amigos políticos en cesantía. Como denunció Rubén Manso, de VOX, en el Congreso, “parece que se trata de crear un organismo para cada nuevo problema que surge”. Una nueva norma con la bis inconstitucional que distingue a casi todo lo que hace este Gobierno, al vulnerar la exclusividad que la carta magna otorga en la materia al Poder Judicial, y que no traspone ninguna Directiva Europea, ese infame burladero tras el que se refugia Moncloa a la hora de intentar enmascarar su manicomio legislativo.
La misma semana que en el Parlamento galo ocurrían estas cosas, el Congreso español daba el visto bueno al dictamen del Proyecto de Ley por el que se crea la Autoridad Administrativa Independiente de Defensa del Cliente Financiero, una especie de nuevo supervisor, otro más, que presumiblemente se encargará de hacer lo que ahora hace, y con solvencia, el Banco de España, la CNMV, y la Dirección General de Seguros
Mientras en Francia ocurría eso, Mercedes Serraller abría el miércoles este diario con la noticia de que “Sánchez creará un Comité para vigilar los beneficios de las empresas”, sin duda la culminación del afán intervencionista de un Gobierno que con iniciativas de este tipo evidencia su falta de respeto a la libertad de las personas, físicas y jurídicas, para, tras cumplir sus obligaciones fiscales, disponer a su antojo, sin interferencias del poder político, de su vida y su hacienda. Un anuncio que viene a cerrar el círculo de atropellos cometido por este Ejecutivo en materia de libertad económica, y que ha conocido hitos tan notorios como el impuesto extraordinario a los beneficios de banca y energéticas y a las “grandes fortunas”, calificativo que en esta España pobre reciben todas las que sobrepasan los 3 millones de patrimonio. Una obsesión que refleja la imparable deriva de un PSOE antaño socialdemócrata hacia el radicalismo izquierdista, un PSOE reconvertido al marxismo más ramplón, el que hoy distingue al Podemos de Iglesias o al Sumar de Yolanda -los mismos perros, idénticos collares-, casi 44 años después de aquel congreso extraordinario, Madrid, septiembre de 1979, en el que Felipe González dio un puñetazo en la mesa dimitiendo como secretario general para forzar la renuncia al marxismo como ideología de partido.
Un Gobierno radical que menosprecia al empresario y lo distingue con un grado de animosidad desconocido en cualquier país miembro de la UE. Lo señalaba José Luis Feito en una memorable pieza publicada aquí este mismo viernes: “La demonización retórica del empresario ha ido acompañada del asalto a los beneficios empresariales, ya sea aumentando arbitrariamente la carga fiscal de los mismos o bloqueando e interviniendo el mecanismo de precios en unos sectores u otros (…) De acuerdo con la lógica marxista de la explotación del obrero, salarios y beneficios son el resultado del poder político relativo de trabajadores y empresarios. Consecuentemente, el nivel de unos y otros se puede fijar arbitrariamente sin impacto diferencial alguno, sin ninguna repercusión dañina sobre los flujos de inversión, empleo o producción”. La idea de que el nivel de empleo de un país tiene que ver con los salarios y con la productividad de sus trabajadores, una productividad que tenderá a crecer conforme lo haga el capital invertido en la producción, inversión a su vez directamente ralacionada con la tasa de beneficio esperada, es algo que no cabe en la cabeza de chorlito de Yolanda y en las bellas testas vacías de Nadia y del autócrata de su jefe. Es esta concepción del beneficio empresarial como expolio del factor trabajo, propia del más apolillado leninismo, la que insufla la práctica de un Gobierno que se arroga la competencia para mantener “una distribución adecuada de las rentas”, en palabras de la vicepresidenta Calviño.
Está por ver quién controlará ese “Comité”, un término de siniestras connotaciones marxistas, que, además de coartar la libertad de empresa y tener al empresariado sometido a permanente vigilancia, le obligará, cuando el Ejecutivo quiera, a pasar por las horcas caudinas de la negociación colectiva. El resultado al final del camino se llama pobreza. Pérdida de oportunidades individuales y colectivas. Estancamiento económico y caída de la renta per cápita. ¿Cuánto podría estar creciendo nuestra economía con un Gobierno “business friendly”, que no se dedicara a poner constantes palos en la rueda de la actividad económica? Era el tema de conversación unánime entre los emprendedores reunidos el miércoles en torno al Club Español de la Energía: la inseguridad jurídica, el miedo a los cambios regulatorios, los cuellos de botella administrativos y, en última instancia, el pánico a un Ejecutivo para quien los empresarios son los nuevos kulaks, culpables de la miseria del noble y pobre campesino ruso.
El destrozo cometido desde junio de 2018 es profundo y tardará tiempo en ser reparado. Asedio legislativo sobre la actividad empresarial y subida indiscriminada de impuestos: sobre los beneficios, desde luego, pero también sobre el factor trabajo. El Instituto de Estudios Económicos (IEE) calcula que el 87% de la recaudación extra consecuencia de la subida de cotizaciones planteada por la reforma de las pensiones recaerá sobre las cuotas que abonan las empresas, que en el punto final del proceso terminarán pagando cotizaciones sociales por valor de 10,7 puntos de PIB (unos 150.000 millones). En efecto, tras la reforma Escrivá, las empresas españolas, que ya soportan costes sociales 2,6 puntos porcentuales superiores a la media de los países de la eurozona y 4,7 puntos porcentuales más que la media de la OCDE, serán las que más cotizaciones paguen de toda Europa. Casi 200.000 puestos de trabajo perdidos como consecuencia directa del “arreón Escrivá”. ¿Tendrá esto algo que ver con nuestra tasa de paro, la más alta de la UE, o con la de paro juvenil, igualmente insoportable? Naturalmente, lo pagan también los trabajadores, cuyos salarios perdieron un 5,3% de poder de compra en 2022, de acuerdo con el informe Taxing Wages de la OCDE, según el cual cuatro de cada 10 euros que una empresa destina a pagar a sus trabajadores se los queda Hacienda en forma de impuestos o cotizaciones sociales. Exactamente el 39,5% del salario bruto.
El Gobierno, campeón en propaganda, presume de creación de empleo sobre el engañabobos de esos fijos discontinuos que vende la bella Yolanda (“Vamos a adaptar las condiciones meteorológicas a los puestos de trabajo”). La realidad es que la duración media de los contratos realizados hasta marzo de este año se situó en 51 días, la cifra más baja para un primer trimestre desde el año 2006, mientras que el nivel de productividad de la empresa española bajó 4,38% puntos hasta el 54,4%, de acuerdo con el barómetro de Adecco. Lo que ha subido es la deuda de las Administraciones Públicas, que a finales de marzo alcanzó un nuevo máximo histórico de 1,535 billones. El Doctor Sánchez, cuya tesis redactaron –y plagiaron- otros, promete cerrar la legislatura con 340.000 millones más de deuda pública, casi 7.300 euros adicionales por cada español. Todo para mantener un sector público ineficiente y un Estado elefantiásico que no funciona, que no escucha, no presta servicio al ciudadano, es una estafa piramidal acogida al mantra de “la sanidad y la educación” de la que viven 15,4 millones de personas dependientes del erario público, mantenidos por poco más de 17 millones de ocupados (según la EPA) del sector privado. Este es el horizonte español tras el paso por la península del huracán de ignominia que representa Sánchez y su Gobierno. Frente a la Francia que trata de sacar cabeza y abandonar sus penurias, la España decadente que no para de retroceder tras caer en manos de una banda de facinerosos de extrema izquierda. Como escribió Friedman en su “Capitalism and Freedom”, “la historia sugiere que el capitalismo es una condición necesaria para la libertad política”. Ciertamente, Macron puede ser tachado de muchas cosas, pero nadie puede negarle su condición de patriota francés. Sánchez, por el contrario, es un tipo que odia a España, además de un peligro cierto para la convivencia entre españoles. De modo que la tarea más inmediata, la perentoria obligación política y moral de cualquier demócrata español, es ponerle cuanto antes en la calle con toneladas de votos en las urnas. Por la prosperidad, desde luego, pero también por la libertad. Por la democracia en suma. Tenía razón Jiménez Losantos cuando el jueves escribía en El Mundo que “el bloque de poder [Sánchez y su banda] que empieza y termina en la ETA, es incompatible con la democracia. Podrá perder, pero no cambiar. O es destruido o nos destruirá”.