- Solo desde una ceguera colindante con la estupidez puede entenderse una política que se inclina por tratar a los ciudadanos como bobos desmemoriados
Ni tengo vocación de aguafiestas ni sintonizo con las corrientes de opinión que convierten el catastrofismo en una forma de vida. Muy al contrario, convencido como estoy de que solo hay una cosa que no tiene solución, mi mayor pecado es seguir militando en un optimismo antropológico que únicamente hechos de incontestable gravedad logran atenuar. Es en esos momentos de flaqueza, de constatación de un contexto arduo y de unas expectativas borrosas, cuando gana terreno en mi ánimo aquella frase atribuida a Mario Benedetti, la de que un pesimista es un optimista bien informado. Y no tanto por la preocupante acumulación de graves problemas irresueltos, o sin visos de solución, sino por su negación. Por la persistencia de una práctica imprudente fomentada desde el poder y que en demasiadas ocasiones consiste en tapar los problemas con subvenciones y propaganda, en lugar de afrontarlos.
La soberbia, por sí sola, es uno de los ingredientes de la personalidad con mayor capacidad destructiva. Cuando se tiene en altas proporciones su combinación con el ejercicio del poder puede resultar asoladora. La historia está plagada de ejemplos. Pero lo que irremediablemente provoca catástrofes de difícil arreglo es que esta aleación de soberbia y poder no esté respaldada por la necesaria inteligencia. Lo apunto como razonable hipótesis de trabajo, porque no es fácil encontrar explicación más verosímil que esta, la de la ineptitud reforzada por una soberbia infundada, para entender la dinámica autodestructiva en la que ha entrado un Gobierno que parece haber elegido como principal arma electoral expandir el miedo a la derechona y dulcificar la realidad.
No es fácil encontrar explicación más verosímil que la de la ineptitud reforzada por una soberbia infundada para entender la dinámica autodestructiva en la que ha entrado el Gobierno
Y es que solo un bajo índice de inteligencia justifica decisiones estratégicas cuyo principal respaldo argumental parte de la idea de que la propaganda es una herramienta infinitamente más potente que la memoria; del absurdo convencimiento de que una ley que ha provocado la excarcelación de violadores -y dividido al feminismo en lugar de fortalecer un frente común contra la violencia machista-, no tendrá consecuencias; de la injustificada confianza en que se puede revestir de ejemplar proceso de desinflamación una amnistía encubierta, diseñada para seguir aferrado al poder, sin apenas pagar peaje; de que asuntos como la eliminación del delito de sedición y las rebajas de penas, o directamente absoluciones en casos de malversación, habrán sido amortizados mucho antes de que se coloquen las urnas el próximo mes de mayo. Solo desde una ceguera colindante con la estupidez puede entenderse una política que se inclina por tratar a los ciudadanos como bobos desmemoriados.
Será este un año de ruido. Una larga campaña electoral de doce meses. El peor de los escenarios para abordar los problemas reales, el principal de los cuales es el notable empobrecimiento de los españoles. La renta media por individuo ha menguado entre 2019 y 2021 unos 1.700 euros. Y sin contar la inflación. Se dirá que si la pandemia, que si la guerra en Ucrania, pero el dato de la Eurozona, también afectada por el virus y la agresión de Putin, es de lejos mucho mejor que el nuestro: tan solo 400 euros de descenso. Pero avanzamos. Ya estamos en la cola del pelotón: puesto 18 de la UE en renta nacional bruta (Eurostat).
No hemos recuperado aún los niveles de actividad económica pre Covid. Vamos con retraso: dos años respecto a Francia, Alemania o Italia. Pero Yolanda Díaz dice que la reforma laboral ha sido un éxito, y un INE amaestrado persiste en esconder el único dato que no engaña, que refleja sin intervención de creatividades estadísticas la evolución cierta de nuestro mercado laboral: el cómputo global de horas trabajadas.
En el segundo semestre presidiremos la Unión Europea. Lo organizaremos con precisión y eficacia. Nos sentiremos orgullosos. Será un éxito. También será un espejismo
En 2023 en ruido camuflará los problemas, pero los problemas persistirán. Llegarán los fondos de la UE, pero nuestra economía seguirá perdiendo peso y competitividad. En el segundo semestre presidiremos la Unión Europea. Lo organizaremos con precisión y eficacia. Nos sentiremos orgullosos. Será un éxito. También será un espejismo. En mitad de la “polvareda interestelar” de 2023 (es difícil ser más ridículo) no hay la menor posibilidad de consensuar un modelo sostenible de pensiones mientras continúa agrandándose la fractura intergeneracional; ni de diseñar un sistema educativo más transversal, y políticamente neutral, que se adapte a las necesidades del país; tampoco seremos capaces de frenar de común acuerdo, y sin irresponsables competiciones fronterizas, el acelerado deterioro de la Sanidad. En paralelo, el caballo de Troya partidista seguirá debilitando las instituciones, la vigencia de la Constitución será cuestionada por una parte del Gobierno y sus socios parlamentarios, y se nos querrá convencer de que la consolidación de zonas de exclusión en manos nacionalistas y el blindaje jurídico del independentismo son las únicas terapéuticas que pueden atenuar la crisis territorial.
Las encuestas reflejan niveles desconocidos de pesimismo social. A mí no me pilla por sorpresa. Demasiadas trampas acumuladas, demasiadas rectificaciones, demasiadas mentiras. Una cosa es gobernar mejor o peor y otra muy distinta, y mucho más dañina que una mala gestión, es perderle el respeto a la política, convertirla en cartón piedra, en un escenario de pura ficción, en un ejercicio de patética prestidigitación diseñado para imbéciles. ¿Que cómo hemos llegado hasta aquí? Fácil de explicar: vamos de estupidez en estupidez.
Es una estupidez que pagaremos cara, que ya estamos pagando, haber permitido la permuta del marco político de la Transición por otro basado casi exclusivamente en la subordinación
Es estúpida la eliminación persistente de contrapesos para convertir a instituciones básicas de una democracia en órganos auxiliares de los partidos políticos. Es estúpido convertir a estos, a los partidos, en filtros imprescindibles por los que atravesar para acceder a posiciones de poder en cualquier ámbito de la actividad pública (y en no pocos de la privada). Es una estupidez que pagaremos cara, que ya estamos pagando, haber permitido la permuta del marco político de la Transición por otro basado casi exclusivamente en la subordinación. Uno en el que no prosperan los más competentes sino los más fieles. La consecuencia del error era inevitable: dirigentes mediocres haciendo políticas mediocres, y que, como también dijo Benedetti, “hacen trampas porque no tienen el coraje para ser honestos”.