Amaia Fano-El Correo
Con gran olfato político y una agenda cuidada al milímetro, Pedro Sánchez se plantó esta semana en Nueva York, aprovechando el 80 aniversario de la ONU para presentarse ante el mundo como la némesis de Donald Trump y revitalizar así su imagen de líder mundial, ahora que varios países han decidido reconocer al Estado palestino como ya hiciera su Gobierno (con significativos matices que tienen que ver con que Hamás deponga las armas y entregue a los rehenes).
En su discurso en la Universidad de Columbia –escenario elegido por sus asesores para proyectar su mensaje globalista, por ser un bastión progresista, igual que Trump eligió en su día la Universidad de Alabama, un feudo conservador, para reforzar su narrativa del «América First»– quien se tiene a sí mismo por el ‘último faro’ del socialismo en occidente defendió la inmigración como motor de crecimiento y la libertad de expresión, criticó el doble rasero en política internacional y abogó por un mundo de puentes en lugar de muros, con proverbial cinismo, escasa memoria y la seguridad de quien juega ‘en casa’. Sin mencionar que su Gobierno enfrenta no pocas críticas precisamente por hacer lo contrario de lo que predica en alguna de estas cuestiones y por sus políticas de acogida de inmigrantes que, en la práctica, no resultan ser tan eficaces en materia de inclusión sociolaboral como su retórica sugiere.
Aunque no citara expresamente al presidente estadounidense, resulta evidente que Sánchez buscaba antagonizar con él, presentándose como paladín del progresismo y el multilateralismo, frente al nacionalismo proteccionista de Trump. Pero, a nada que se observe, salta a la vista que, aunque desde extremos ideológicos opuestos, ambos líderes comparten similitudes profundas: son dos grandes maestros del relato polarizador y la narrativa maniquea que divide el mundo en «buenos/nosotros» y «malos/ellos», gobiernan por decreto ley, desprecian el parlamentarismo y a la oposición política, legislan a medida de su conveniencia, colonizan las instituciones nombrando a sus fieles para dirigirlas y tienen tendencia a acusar de prevaricar a los jueces que les investigan y de faltar a la verdad a los periodistas que les fiscalizan. Los dos exhiben un tacticismo pragmático que prioriza su supervivencia política sobre cualquier principio, con decisiones que modifican según convenga (lo que Sánchez llama «cambios de opinión», o los amagos de Trump sobre la imposición de aranceles), son altaneros y ególatras y se ven a sí mismos como figuras mesiánicas, con una misión trascendental (Sánchez, como «el muro» para frenar a la ultraderecha y Trump, como el artífice de una «era dorada» para América) y la ambición común a ambos de pasar a la historia.
De lo que no me cabe duda es de que Sánchez envidia a Trump especialmente en una cosa: en que el presidente estadounidense ganó con holgura las elecciones de su país y tiene control absoluto del Congreso y el Senado, por lo que puede ejercer su mandato sin apenas trabas. Inquieta preguntarse qué podría hacer nuestro presidente de disponer de semejante margen de maniobra.