- Digan lo que digan sus portavoces y exegetas, Pedro Sánchez ya es el mayor obstáculo que tiene que salvar el PSOE si quiere repetir victoria electoral
El lunes 20 de junio, veinticuatro horas después del día de autos, la orden era negar la evidencia: lo de Andalucía no es extrapolable. Los bienmandados portavoces de Pedro Sánchez, los Gómez y Sicilia, las Lastra y Rodríguez, rendían un postrero servicio a la causa intentando elevar ante la opinión pública, inútilmente, un muro tras el que proteger a su jefe. Lo que no sabían es que alguien, en ese preciso momento y desde un cómodo observatorio, ya les había señalado como próximos paganos de la estrepitosa derrota.
Estamos en los prolegómenos de otro cambio de caras, perfiles más políticos para “que llegue el mensaje a la gente”; o sea, una nueva rectificación después de la cosmética crisis de Gobierno de julio de 2021, una brillante operación que eliminó los contrafuertes, Calvo y Ábalos, incorporando al Gabinete ministras de insoportable planicie que se mantienen en un meritorio anonimato, y a ministros (Bolaños y Albares) que cuanto mayor es la atención mediática que absorben más aceleran el hace tiempo iniciado proceso de autoincineración.
Sánchez ha llevado al PSOE a un callejón sin salida, y se ha quedado sin tiempo y sin crédito para soltar amarras, alejarse de Podemos y recuperar la centralidad
Llegado el momento, ya verán, serán otros los culpables del desaguisado. Nunca el presidente del Gobierno. Pareciera que los sucesivos y calamitosos resultados del PSOE en Galicia, Madrid, Castilla y León y Andalucía nada tienen que ver con la política de Sánchez, con los socios de Sánchez, con el empeño de Sánchez en mantener contra viento y marea una desahogada gestión de las cuentas públicas que la sociedad ya percibe como altamente arriesgada, cuando no como un completo disparate. La inflación ha tenido la virtualidad de sacar a los españoles del letargo. La deuda y el déficit ya no son esas variables estratosféricas que no nos conciernen; y el empobrecimiento de las familias ha dejado de ser un factor de riesgo concentrado en los de siempre para extender sus vitriólicos efectos a amplias capas de la sociedad.
Se nos vienen encima un otoño y un invierno dolorosos, y no hay recetas milagro. O la populista o la pragmática. O la que de forma insensata niega los problemas de fondo, agrandándolos, y traslada su cada vez más traumática solución a las nuevas generaciones, o esa otra que sin ningún éxito apuesta por abordarlos cuanto antes para evitar males mayores. O la de un Gobierno que tras las elecciones andaluzas puede reafirmarse en la tentación de seguir gastando lo que no tenemos, o la del Banco de España, una de las pocas instituciones que nos está diciendo la verdad y a la que se quiere silenciar.
Draghi, nuestro mejor embajador
Sánchez ha cometido dos graves errores de cálculo. El primero: no supo ver el alcance mediático y político de la dimisión forzada de Pablo Casado y del “efecto Feijóo”. Pensó que el resultado de la última operación de brocha gorda de Teodoro García Egea, el gobierno de coalición PP-Vox en Castilla y León, iba a tener continuidad en Andalucía, que el partido de Abascal se convertiría en la rémora que impediría el crecimiento de los populares y le daría hecho a los socialistas el discurso anti extrema derecha de cara a municipales, autonómicas y generales.
Segundo error: apostó todo a que los fondos europeos fueran bálsamo suficiente, a que el alza de los precios solo un inconveniente pasajero; a que con Podemos en el Gobierno, y los sindicatos bien cuidados, se aseguraba unos niveles razonables de paz social. Así, hasta julio de 2023, momento en el que España se hará cargo de la presidencia de turno de la UE. España convertida en un gran plató con Pedro Sánchez como conductor estrella. Pero Putin, eso es cierto, le ha echado abajo el guion. Antes de la invasión de Ucrania, la Unión Europea parecía dispuesta a admitir cierta elasticidad. La crisis energética lo ha cambiado todo, y en Alemania, Holanda o Dinamarca no están para mangas anchas.
La única suerte de Sánchez se llama Draghi. Cuando Supermario defienda en Bruselas los intereses de Italia, en buena parte, por razones similares, estará defendiendo los nuestros. El premier italiano tiene mejores cartas, y un comodín: la deuda italiana, es verdad, es superior a la española, pero en su gran mayoría, 80 por ciento, está en manos de los italianos, no de implacables acreedores extranjeros. Ese pequeño detalle, junto a su credibilidad como gestor, a la necesidad que tiene Bruselas de seguir apoyándole para evitar un vuelco electoral en Montecitorio (el partido de la ultraderechista Giorgia Meloni lleva meses encabezando todas las encuestas) y a su habilidad para, aprovechando la torpeza de España, situar a su país como privilegiado interlocutor europeo en Argelia, concede a Draghi márgenes de negociación que no están al alcance de Sánchez, pero de los que se podría beneficiar si desecha la política de tierra quemada.
Uno de los errores de bulto de Sánchez ha sido dar por hecho que Vox sería la rémora que impediría el crecimiento de un PP inevitablemente ligado a la extrema derecha
Europa ya no es el refugio seguro, con laxas condiciones para entrar, de la postpandemia, pero sigue siendo nuestra única tabla de salvación. Recuperar crédito en Europa, a través de un gobierno homogéneo que diera claras muestras de racionalidad financiera, debiera ser una prioridad. La pregunta es: ¿está a tiempo Sánchez de corregir el rumbo? O mejor: ¿es Sánchez el candidato adecuado para hacer creíble un cambio de rumbo? No a la primera y no a la segunda. Sánchez se ha quedado sin tiempo y sin crédito para soltar amarras, alejarse de Podemos y recuperar espacio en el territorio de la centralidad. Sánchez ha llevado al PSOE a un callejón cuya única salida es perseverar en el mayúsculo error de poner la gobernabilidad del país en manos de antiatlantistas, nacionalistas periféricos y enemigos de la Constitución.
Digan lo que digan sus exegetas, y sus mediocres portavoces, Pedro Sánchez ya es el principal problema del PSOE. Falta por ver si tras su liderazgo y el destrozo ocasionado esas históricas siglas siguen conservando algún valor.
La postdata: el miedo de Guerra a la victoria de la derecha en Andalucía
“No había recibido nunca una llamada telefónica del presidente de la Junta de Andalucía. Es la razón que explica mi sorpresa cuando tras sonar el teléfono móvil escuché la voz de José Antonio Griñán. Pensé que algo grave debería pasar, pero no, el presidente andaluz me pedía que aceptara la distinción que el Gobierno de la Junta había decidido concederme, la de Hijo Predilecto de Andalucía 2011. Nueva sorpresa. Durante años había conocido a través de los periódicos los nombramientos con la misma distinción. Nunca lo eché de menos, no tengo afición a las titulaciones y condecoraciones. Pero sí eran muchos los que cada año me expresaban su enojo porque nunca se pensara en mí para el nombramiento. No lo tenía en cuenta, pues no sentía apetencia alguna. Aquel día salí del paso diciéndole al presidente que, a pesar de mi poca afición a las medallas y títulos, me resultaba imposible rechazar ser hijo de Andalucía. Le expuse también el único temor que había tenido con la distinción, que un día pudiera ganar las elecciones la derecha y decidiesen concederme la distinción”.
(“Una página difícil de arrancar. Memorias de un socialista sin fisuras”. Alfonso Guerra. Editorial Planeta, 2013).