- La peor de todas las corrupciones es la moral, la que destruye absolutamente al individuo y le convierte en un ser peligroso.
La corrupción no tumba gobiernos, pero sí mata relatos.
Y el relato con el que llegó Pedro Sánchez al poder fue el de poner muy alto el listón de la corrupción. Fue el relato purista de un partido socialista que pretendió convencernos de que basta con no estar en el PP para ser honrado y, por tanto, del PSOE.
Que esto era una batalla moral por la pureza, y que los corruptos eran los de derechas.
Los de los langostinos, las putas y los ERE sólo eran pobres víctimas de la fachosfera a los que siempre les podría caer la absolución de un buen indulto.
El muro de Berlín cayó y aplastó por su propio peso el relato de la izquierda marxista leninista. ¿Quién podría defender después de Stalin y Castro a la vieja izquierda cuando era la causa directa de la miseria de millones de personas?
Cuando asientas tu política sobre el prestigio moral de una causa redentora, el peligro de que caigas como un castillo de naipes es inminente. Te sopla en el cuello como el aliento del perro de presa. La corrupción no tumbará gobiernos, pero a los relatos los hace trizas.
El PSOE de la moción de censura no era nada. Se sostenía sobre la Gurtel y la corrupción atribuida exclusivamente al Partido Popular. Era el proyecto de la limpieza, la garantía de la honradez.
La realidad es que no ha sido así. La corrupción se ha extendido a todos los niveles posibles. Al económico, al institucional y al moral. Es lo propio de las políticas de muros.
“Corromper” viene de “romper”. Es la acción de dividir, destruir o arruinar algo.
La corrupción moral es la que destruye a la persona.
La institucional, la que destruye los mecanismos que permiten que la vida política genere paz y progreso.
Y la económica, la que arruina a todos en beneficio de algunos.
Los muros ideológicos dividen, o sea, corrompen a la sociedad, destruyen la política y aseguran la vida de sólo unos pocos.
Y por eso, el mayor acto de corrupción de este gobierno, que va camino de ser el peor de la historia de la democracia española, fue la Ley de Amnistía. No hay mayor corrupción que invertir la culpabilidad y dar carta de naturaleza a unos golpistas que atentaron contra la unidad del Estado.
Corrupción también es destruir los equilibrios institucionales. Señalar a los jueces por prevaricadores, utilizar al Fiscal General del Estado como comisario político, decir que no necesitas al Congreso porque es muy pesado o ignorar al Senado.
O, la última, poner a un órgano neutral como el Banco de España al servicio de la maquinaria de propaganda del partido.
Corrupción es que el secretario de Organización del partido utilice sus contactos para obtener comisiones, privilegios y ventajas.
Corrupción es pasárselo bomba con el Tito Berni y con el dinero de los ERE.
Corrupción es utilizar un puesto público para los negocios privados de tu mujer, y tu influencia para conseguirle negocios.
Es crearle un puesto a tu hermano y a la ‘sobrina’ de tu amigo íntimo y compañero de viajes para que no lo pisen, pero sí cobren.
Corrupción es defender el aforamiento preventivo y retroactivo de tu colega de Badajoz.
Corrupción es de lo que se acusa a todos los que se fueron de ruta por España en un Peugeot para llegar al poder.
Aquello fue la corrupción movilizada, el principio y el fin del sanchismo.
La peor de todas las corrupciones es la moral, la que destruye absolutamente al individuo y le convierte en un ser peligroso. El que se ha perdido a sí mismo ya no tiene nada que perder, y por eso puede corromperlo todo. A su persona, a las instituciones y a la economía.
Pero la corrupción no va a hacer que los votantes de izquierdas salten el muro. Nada de esto será suficiente para tumbar al gobierno de Pedro Sánchez porque nada garantiza una mayoría de votos a la oposición.
Sánchez no va a caer por su propio peso, pero el relato fundacional de la era sanchista ya no hay quien lo sostenga.