Editorial-El Español

El Congreso de los Diputados perderá este martes su apellido y pasará a llamarse simplemente «Congreso».

La iniciativa presentada por los grupos parlamentarios del PSOE y Sumar, que se aprobará hoy, reformará el Reglamento para utilizar «un lenguaje inclusivo y no sexista». Como si este mero cambio de nomenclatura fuera a contribuir a garantizar «el avance hacia una sociedad más justa e igualitaria».

La reforma no sólo es absurda en sus implicaciones políticas, sino fútil en su repercusión jurídica.

Porque la modificación del nombre de la cámara se circunscribirá a los documentos oficiales internos (con el consiguiente engorro y los gastos adicionales que esto acarreará).

Y ello porque, al ser el Palacio de las Cortes un Bien de Interés Cultural, cualquier intervención en la fachada para modificar el frontispicio requeriría de una autorización de instituciones de patrimonio histórico. Y porque la denominación oficial de «Congreso de los Diputados», recogida en el artículo 66.1 de la Constitución, no cambiará en el texto.

Dicho sea de paso, aunque la determinación de cambiar el nombre de todos modos pueda resultar inocua, no deja de delatar una nueva desconsideración del legislador y el Ejecutivo hacia los procedimientos formales. Una inobservancia se inserta en el proceso de mutación constitucional en virtud del cual el Ejecutivo está dejando sin efecto distintas disposiciones de la Constitución.

Naturalmente, los promotores de la iniciativa no cuentan con la mayoría cualificada que requeriría una reforma constitucional, ni están en condiciones de adentrarse en un complejo trámite para sustituir el letrero.

Por eso, el cambio del nombre del Congreso ofrece una fidedigna alegoría de la labor legislativa en general de esta mayoría de Gobierno: su raquítica aritmética parlamentaria sólo le faculta para sacar adelante iniciativas irrelevantes y puramente comunicativas.

Es decir, que lo único que puede hacer un Gobierno que carece hasta de los instrumentos ejecutivos más elementales, como son los Presupuestos Generales del Estado, es cambiar el nombre a las cosas aunque todo permanezca igual.

De hecho, en el mismo pleno escoba que modificará la denominación del Congreso este martes, volverá a quedar en evidencia que el Gobierno está en minoría, después de que Podemos solemnizase en el Pleno sobre la corrupción de hace dos semanas su abandono de la «mayoría progresista».

Hoy, los de Ione Belarra inaugurarán su carrera en solitario votando en contra del decreto antiapagones. Lo que deja a Sánchez en manos del PP, que aún no ha aclarado el sentido de su voto.

A la postre, esta es la realidad detrás de la propaganda sobre la resistencia de Sánchez: la necesidad de que la oposición venga en auxilio del presidente que ha quedado atrapado dentro de su propio «muro». Mientras Sánchez incluía al PP dentro de la «internacional del odio,» tras su reunión en Chile con sus colegas populistas, quedaba al albur del apoyo del PP para convalidar un decreto clave en el fin del periodo de sesiones.

Sánchez es un presidente tan fanatizado en su estrategia suicida que es capaz de anteponer su obsesión polarizadora al pragmatismo del gobernante. Y no habrá mutilación del nombre del Congreso capaz de ocultar que su bloque de gobierno se ha quedado igualmente cojo.