- España se ha ido de Semana Santa sin enterarse de la penúltima decisión del diablo de Moncloa
El Gobierno ha aprobado con sanchidad y alevosía otra «cuota de solidaridad» a costa de las nóminas para mantener las pensiones, que es el eufemismo con el que trata de maquillar otro pasito más en este régimen confiscatorio que deja al feudalismo medieval como un ejemplo de paraíso fiscal a su lado.
Lo ha hecho antes de la Semana Santa, mientras él se iba a Doñana en un Falcon defectuoso, en una metáfora aérea de su gestión: lo hace todo a trompicones, en las sombras, para que parezca un accidente, mientras él ejerce de sultán con su Sherezade en algún palacio público.
Un día sube los sueldos a los funcionarios utilizando un decreto de renovación de las ayudas a Ucrania; y otro esquilma un poco más los salarios para intentar mantener a los jubilados como votantes cautivos.
Las dos decisiones reflejan la esencia de la política sanchista, que ya es puro comunismo con corbata: utiliza el dinero de unos para comprarse a otros, con el mismo modus operandi que con la amnistía se alquila el respaldo de siete diputados insurgentes.
Lo cierto es que la presión fiscal ha subido en España, con este aprendiz de Maduro, más que en ningún lugar del mundo, y que ello ha provocado la mayor pérdida de poder adquisitivo de Europa y el peor registro de riesgo de pobreza del continente: llegar a final de mes es parecido a cruzar la laguna Estigia, sin monedas para pagarle el peaje a Caronte.
El sanchismo es pura ingeniería social, soez por indisimulada, y penetra como las termitas en la madera por todos los poros de la sociedad con una legislación incompatible con el respeto al individuo, que es premisa indispensable para crear una sociedad sana, solidaria y madura.
Sus delirios legislativos son evidentes con la educación, la propiedad privada, la seguridad ciudadana, la vida, la memoria o hasta el sexo; y todos ellos conforman una apuesta orwelliana de adaptación de la conciencia a un canon asfixiante que transforma al ciudadano en oveja y a la comunidad en rebaño.
Pero donde este aprendiz de totalitario alcanza el clímax es con la economía, transformada de una manera espantosamente simple en el eje de su apuesta por eternizarse y cambiar el régimen: simplemente esquilma a la mitad de España para mantener a la otra mitad, presentando a la primera como la insurgente ultraderecha y convirtiendo a la segunda en perezosa clientela electoral.
En España hay más de nueve millones de pensionistas y otros cuatro, prácticamente, de empleados públicos. A esas cifras hay que sumarle 5,5 millones de inmigrantes y otros diez millones de jóvenes de entre 15 y 29 años.
No son grupos homogéneos, obviamente, fácilmente manipulables con las zanahorias del poder. Pero sí son nichos en los que trabajar, con técnicas electorales que el laboratorio de La Moncloa conoce, practica y perfecciona para extraer de cada caladero la mayor pesca posible.
Frente a la idea de que a Sánchez le ha tocado gestionar la peor época de la historia reciente, con pandemias, volcanes, guerras, crisis y a poco que nos descuidemos una invasión marciana; la fortuna le ha entregado la mejor para aplicar un rodillo ideológico, económico y moral con muy poca resistencia.
El virus le dio la posibilidad de ensayar inmejorables mecanismos de sometimiento social al poder; la crisis, una excusa para subir impuestos, dividir a España en ponedores y receptores y lograr Fondos Europeos; y la guerra la ocasión de utilizar el miedo como herramienta de control social, elevar los impuestos y estigmatizar a la disidencia a ese mundo feliz distópico y falso.
Huxley dejó dicho que, cuanto más siniestros son los planes de un político, más pomposa se vuelve su retórica. Y solo hay que escuchar dos minutos a Sánchez para percatarse de que el bueno de Aldous hablaba de tipos como él.