Ignacio Camacho-ABC
- El ser humano siempre envidia aquello que no posee. Pero en democracia cada pueblo tiene el Gobierno que se merece
Se escandalizan muchos compatriotas de que una revista italiana (de izquierdas, claro) haya nombrado a Sánchez ‘persona del año’. Uno diría más bien ‘personaje’, en el mejor de los casos, pero no es cuestión ahora de poner reparos. Cuando llegue el momento pienso dedicarle modestamente ese honor a Koldo o a Ábalos, o ‘exaequo’ a ambos, en agradecimiento por los jornales que nos han dado a ganar a los comentaristas diarios. Pero a estos sujetos no los conocen los sedicentes progresistas italianos, y si los conocen se la trae al pairo. Ellos simplemente sufren a Meloni, como sus correligionarios españoles a Ayuso, y no logran superar la frustración del fracaso. De modo que se consuelan pensando en nuestro presidente como ideal de liderazgo, por aquello de que siempre se echa de menos lo que queda más lejano. Hasta lo han sacado en la portada sin canas, sin ojeras y con la cara lustrosa –demasiado incluso– que lucía cuando le llamaban Pedro el Guapo.
Muchos españoles han pensado al ver la noticia, como un acto reflejo, que si tanto les gusta sería un placer enviárselo por transporte expreso, a cambio de que ellos manden para acá a la «querida Georgia» a vuelta de correo. Otros preferiríamos que nos empaquetasen a Draghi, por ejemplo, o a Enrico Letta en su defecto, aunque a éste ya lo tenemos por Madrid enseñando en una de esas universidades privadas que se quiere cargar el Gobierno. Gente moderada, cosmopolita, ilustrada según el viejo patrón de excelencia que en otro tiempo alumbró el ideal social-liberal europeo. Pero las elecciones no consisten en echar a pies, como los equipos de fútbol del colegio; hay que votar primero y luego armar una mayoría en el Parlamento. Y en eso Italia no merece mucha envidia, ya que fue el primer país donde el populismo de izquierda y de derecha destruyó la estructura bipartidista y los paradigmas sistémicos sin que los nuevos hayan mejorado el modelo.
De hecho, como dijo una vez Felipe González, en España hemos importado los problemas clásicos de la política italiana, sólo que en ausencia de la ‘finezza’ con que allí se manejan a la hora de esquivar in extremis los riesgos de su inestabilidad legendaria. Para algo tenían que servir tantos siglos de coexistencia con la penetrante intuición histórica de la casta vaticana; las maniobras para elegir un primer ministro con esa endiablada fragmentación parlamentaria recuerdan a las de los cónclaves que designan al Papa. A la progresía transalpina que admira al sanchismo e ignora adrede su corrupción rampante, su ética débil y su impopularidad creciente, y a la derecha celtibérica que anhela contraponerle una Meloni como némesis, habría que recordarles que la condición humana envidia siempre aquello que no posee. Y que por mucho que se sueñe con un trueque, la democracia es el único régimen donde cada pueblo acaba teniendo los dirigentes que se merece.