El Mundo 28/11/12
DAVID GISTAU
OCURRIÓ en Sevilla, durante el último congreso del PP, cuando Rajoy aún lucía, flamante, la aureola triunfal. Hacía rato que había despachado el folio del día, en el que motejaba a Aznar de personaje traspapelado, batido por el nuevo PP hasta en la marca histórica de la mayoría absoluta, y andaba de tabernas por Santa Cruz con algunos de los sospechosos habituales de las coberturas. Entonces, el móvil sonó. Y fui invitado a tomar café con los comensales de un restaurante entre los que acababa de circular la primera edición del periódico del día siguiente.
Al intentar saludar a Aznar, le tiré al suelo la chaqueta que estaba apoyada en el respaldo de la silla: «Joé, me llamas traspapelado, me tiras la chaqueta…», y la frase sonó como si estuviera abocada al «No queda sino batirse» de Alatriste. Sin embargo, la conversación posterior fue grata. Aznar es uno de esos tipos que arrancan las frases hablando muy bajo porque cuentan con que toda la mesa callará en cuanto hable. Hizo algunos augurios que se han cumplido. Con todo, la sensación fue triste. Viniendo de la apoteosis marianista, Aznar parecía estar en Santa Elena, acompañado apenas por un cortejo de leales, jóvenes del purismo casi todos, del PP Auténtico, que habían aceptado compartir el exilio de otro, como los que viajaron con Napoleón. En verdad callaban en cuanto se percataban de que Aznar iba a hablar.
He recordado esa soledad sevillana al contemplar el tumultuoso comeback de Aznar, consagrado en la presentación de sus memorias. Dos indicios hay de su vigencia. El odio de sus enemigos, que permanece igual de virulento. Y la atracción de sus acólitos, que siguen buscando en él un influjo moral, más hondo que la circunstancia electoral, que Rajoy es incapaz de ejercer. Aznar le robó el discurso en aquella entrega de premio a Vargas Llosa, cuando pronunció las primeras palabras que percutían con la aventura de Mas y que todo el partido asumió como si llevara tiempo necesitando escucharlas. Rajoy aún es dueño del poder. Pero, unos meses después de Sevilla, es Moncloa la que parece Santa Elena, mientras Aznar irrumpe de nuevo con ese sentido patrimonial con el que asocia la nación a su legado. Eso sí: ¿No era más fácil decirle al Rey por teléfono el puñetero nombre en vez de obligarlo a buscar un cuaderno en el fondo del mar?