Aracadi Espada-El Mundo
Mi liberada:
La política es lo más importante. Y todo depende de ella. Como cualquier actividad humana, incluida la más sublime, tiene un fondo excremental y secreto que a veces sale indecorosamente a la superficie. Es, además, el juego de azar más fascinante porque todo sucede de verdad. Nada que ver con el ajedrez. Mucho con el póker. La política es una profecía que se va cumpliendo como puede, combada por miles de sucesos. La dialéctica convencional entre razón y emociones se expresa como en ningún otro lugar de la vida. A veces el resplandor es grandioso, wagneriano. Lo previsible y lo inesperado conviven. Es decir, lo más radicalmente opuesto. La política obliga a otras convivencias aún más indeseables. Genes que se odian se ven de pronto arrastrados a ser compañeros. De ahí que se diga que primero están los amigos, luego los enemigos y por último los compañeros de partido. La política tiene un indiscutible fondo darwinista, donde no impera el mejor sino el mejor adaptado. Y no es en vano que una de las mejores metáforas sobre el funcionamiento del cerebro y el proceso de toma de decisiones lo presenten como un parlamento donde facciones opuestas luchan encarnizadamente por dirigir al sujeto al norte o al sur. El político es un zapador. Abre caminos que no veía nadie. Diría que es el principal encargo social que ha recibido. Abre caminos. Así Rajoy ayer. Quizá alguien lo anticipara, pero yo no lo conozco. En la marea inmensa de webs noticiosas, de televisiones, de radios, de redes, no sé de nadie –¡ni yo mismo!– que previera que Rajoy iba a convocar elecciones el 21 de diciembre, amparado en el artículo 155. Y eso en nuestro tiempo es una proeza técnica. Habrá que ver si es también una proeza política.
Es pronto para narrar con solidez fáctica lo que ha ocurrido entre el sábado 21 de octubre, el día en que el presidente anunció la próxima entrada en vigor del artículo 155, y el viernes 27 en que disolvió el parlamento regional y convocó elecciones. La tentación retrospectiva es poderosa, por más que amenace siempre la falacia. Así es difícil sustraerse a la idea de que en la presentación del 155 dilatado (a seis meses) Rajoy tuviera otro objetivo real que el de obligar al expresidente Puigdemont a convocar elecciones autonómicas. El planteamiento era razonable. ¿Puede haber algo más humillante para un independentista que el gobierno enemigo Te disuelva el parlamento y Te convoque Tus elecciones? Casi cualquier cosa parecía mejor. Cuentan que Puigdemont estuvo a punto de verlo. Pero por la razón que fuera, entre la que no cabe descartar las radical y temblorosamente personales, no se atrevió a una respuesta que si se producía antes de la entrada en vigor del 155 tal vez habría puesto en apuros al Gobierno y a su aliado parlamentario: la convocatoria inmediata de unas elecciones a las que, cubriéndose, podría haber dado el nombre de constituyentes. La tensión entre el sustantivo y el adjetivo no habría sido fácil de resolver por la mayoría constitucionalista. Y así, tras la inhibición de Puigdemont, fue Rajoy el que decidió convocar unas elecciones tan absoluta e inequívocamente autonómicas que el separatismo las tilda ya de insoportablemente coloniales. La salida electoral era, por lo demás, la que prefería, según todas las encuestas, una mayoría de ciudadanos catalanes.
Los problemas que habría tenido el Gobierno y sus aliados con unas elecciones constituyentes las tiene ahora el separatismo con unas elecciones autonómicas. Desde su perturbada lógica, participar en ellas no deja de ser una aceptación del diktat español. Lo suyo sería rechazarlas y seguir trabajando en ¡la creación de las estructuras de Estado! mediante el camino de la asamblea de los de la vara o de la legalidad virtual que garantiza la prodigiosa administración digital de Estonia. Y con el nivel de apoyo de las masas callejeras que se ha hecho paulatinamente visible desde que el 1 de octubre la policía avanzó, en una diezmillonésima parte, cuál sería el precio de un proceso revolucionario. La tentación de una legalidad paralela sería, en términos de actividad y eficacia, muy parecida a la que llevó a cabo la administración de la Generalidad en el exilio del presidente Josep Irla. Nada asegura, sin embargo, que el grotesco Puigdemont, que usando la retórica del insurrecto hizo llegar ayer a la televisión pública un mensaje grabado en algún lugar de Cataluña, no se decida a perseverar en la ilusión psicótica y no acabe de comprender la flippante sentencia: the game is over.
También participar modositamente en las elecciones tiene problemas. Este partido que sustituyó a Convergència concita malas perspectivas electorales. Es probable también que la suma de lo que fue Junts pel Sí pierda peso. Y la negativa de la Cup a participar en el acto de vasallaje rompe la posibilidad de reeditar la mayoría parlamentaria que ha llevado a la política catalana al mayor ridículo de la historia moderna. Para seguir siendo hospital de los pobres antisistemáticos el independentismo debería tratar de llegar a una alianza con Ada Colau. Pero esa posibilidad repugna al mediopelo independentista, capaz de uniones contranatura pero siempre y cuando alumbren, al menos, un ratón. La principal diferencia entre la Cup y los Comunes no es ni siquiera que una sea independentista y los otros no. Es que los Comunes, lo quieran o no, son un partido español que incorpora inexorablemente la lógica española a sus decisiones. Como las incorporaba el Psuc.
En cualquiera de los dos escenarios el separatismo habría de reconocer lo esencial. Es verdad que ha hecho un daño profundo y duradero a Cataluña, a España, a Europa y a la democracia, superior incluso a lo que algunas de sus cabezas más prestigiosas –como la de ese miserable Mas-Colell que sin rastro de dignidad entonaba estos días la palinodia– pudieron haber previsto en el inicio temprano de las ilegalidades. Es verdad que Artur Mas y Carles Puigdemont han seguido fielmente la instrucción de sus mayores y, aunando tradición y modernidad, han emulado el escarnio de la razón organizado por Macià y Companys. Pero ha llegado la hora del diálogo. Sí, libe, ya sabes que desde el 1 de octubre esa palabra con cuerpo de lombriz está también en mi boca. Diálogo, sí, para sea cual sea el resultado electoral (sea cual sea: ¿lo entiendes?) poder negociar el levantamiento explícito o implícito del 155. Lo único que, por el momento, y después de cinco años épicos estáis en condiciones de negociar.
Sigue ciega tu camino
A.