Javier Zarzalejos-El Correo
- El TAV inconcluso es la expresión de un país que criminaliza las infraestructuras y, aunque las pide nominalmente, no asume proyectos que modernicen
Los tiempos no siempre corren a la misma velocidad. Hay momentos en los que el tiempo se acelera y emergen procesos y transformaciones de larga gestación que aparentemente pasaban desapercibidos y se manifiestan con todo su ímpetu disruptivo carencias que se consideraban llevaderas. A eso se refería agudamente Rosa Luxemburgo cuando explicaba que las revoluciones antes de producirse parecen imposibles y cuando han ocurrido se ven como inevitables.
Un personaje tan inexplicable como Trump certifica el final de un orden internacional en liquidación desde hace tiempo y empuja a una urgente reconsideración del rumbo y las decisiones estratégicas de la Unión Europea. Un apagón que deja a oscuras a dos países enteros, España y Portugal, y una gran franja del sur de Francia deja expuesta la vulnerabilidad de nuestra red eléctrica largamente advertida, pero desatendida por quienes tienen y han tenido la obligación de prevenirla y ponerle remedio. El enraizamiento de la extrema derecha populista acelera la necesidad de una respuesta al fenómeno de la inmigración sobre el que se construye un discurso iliberal y tantas veces xenófobo. Al mismo tiempo se da por hecha la sostenibilidad del Estado del bienestar en cualquier circunstancia, el recurso inacabable a la deuda, o la convicción autocomplaciente de que, al final, nunca pasa realmente nada serio.
Sin embargo, cuando están en cuestión asuntos que pueden parecer tan dispares como la demografía, la institucionalidad democrática, el suministro energético o la competitividad y la innovación en tiempos de revolución tecnológica permanente, tal vez hay que empezar a preguntarse si, en realidad, lo que hay que cuestionarse es el modelo. No se trata tanto de anunciar la ‘revolución inevitable’ a la que se refería Rosa Luxemburgo, sino de precaverse frente a la temeraria seguridad de creer que la degradación de nuestras condiciones de vida y la desestabilización de nuestras sociedades son escenarios imposibles.
Esta reflexión puede tener más sentido cuando consideramos un modelo político y social tan redondo como el que el nacionalismo ha imprimido a la sociedad vasca. Ese modelo basado en la hegemonía nacionalista, apuntalada por el socialismo subalterno y cimentada sobre el éxodo interior de decenas de miles de ciudadanos vascos, despojados de esa condición, da muestras de haber dado de sí todo lo que podía.
El modelo educativo vasco ofrece indicadores que describen un verdadero colapso en el que tiene mucho que ver una política indiscriminada de inmersión lingüística cuyo fracaso se ve acelerado por la incorporación de población inmigrante ante la que se amplifican las carencias del sistema. La aportación de la inmigración compensa, pero solo parcialmente, la evolución demográfica negativa. Un gran segmento de población envejecida y longeva arroja una situación llamativa en la que las cotizaciones generadas en el País Vasco apenas cubren la mitad del gasto en pensiones en la comunidad, de modo que la otra mitad procede de la caja común con lo que pagan otras comunidades, pongamos que hablamos de Madrid.
El TAV perpetuamente inconcluso es la expresión paródica de un país que, arrastrado hacia el radicalismo, criminaliza las infraestructuras y, aunque las pide nominalmente, es incapaz de ofrecer y asumir proyectos que a la vez innoven y modernicen. El activismo radical de la izquierda controla la agenda medioambiental. Se unen en ese activismo la herencia de una práctica violenta, legitimada por un nacionalismo bucólico de exaltación del paisaje patrio en cuyo nombre se reventó Lemóniz y se asediaron las obras del AVE.
El resultado es que en el País Vasco desde hace 19 años no se crea una instalación energética de mínima relevancia por más verde que sea, lo que alguna importancia tiene en una comunidad que produce menos del 10% de la energía que consume en el componente renovable. «En cuanto sacas un proyecto, te encuentras una pancarta», se quejaba el lehendakari Pradales en el reciente encuentro co-organizado por EL CORREO con el presidente de la Xunta de Galicia, Alfonso Rueda. Y entonces, ¿son creíbles esos ambiciosos proyectos que anuncia el Gobierno Vasco para que esta situación se revierta en menos de cinco años?
Se podrían añadir otros problemas ya estructurales bien identificados. La pérdida de talento, el absentismo laboral, la extinción acelerada de esa cultura de emprendimiento que fue motor económico, expresión de compromiso con el país y factor definitorio de nuestra identidad social remiten a carencias y transformaciones negativas de fondo ante las que el modelo nacionalista muestra su agotamiento, también político.