Ignacio Varela-El Confidencial
No tomen ni una línea de este artículo como un pronóstico sobre el desenlace del culebrón. Hace varias semanas que me desinteresé del final y decidí dedicarme a disfrutar del espectáculo
Tras cuatro meses y medio de fuegos artificiales, faroles, órdagos, dramas pasionales, farsas y artimañas de todos los colores, intoxicaciones mediáticas a tutiplén y liebres falsas corriendo por la pista, el Gran Buscón de la política española y su enemigo más íntimo —más bien, sus emisarios— están, por fin, hablando del Gobierno.
Hay dos tipos de pronósticos especialmente absurdos: los que predicen qué sucederá dentro de 50 años y los que se afanan por anticipar lo que ocurrirá en cinco días. Así que no tomen ni una línea de este artículo como un pronóstico sobre el desenlace del culebrón. Personalmente, hace varias semanas que me desinteresé del final y decidí dedicarme a disfrutar del espectáculo. Con la única convicción de que los dos protagonistas —singularmente, el que encabeza el cartel— son capaces de cualquier cosa y, por tanto, que en esta ‘sitcom’ en la que se juega con un país nada es descartable por mucho que lo parezca.
Tras la última escena de amantes despechados en el Congreso, el Rey hizo sonar la corneta y comenzó la negociación de verdad. Antes hemos padecido un desquiciado ritual de apareamiento en los medios y redes sociales, en las plazas públicas, en la tribuna del Parlamento. Pero se acabó la broma. Que me aspen si desde ayer y durante todo el fin de semana no se negocia frenéticamente, ya a cara descubierta. Está en juego el poder, lo único importante.
Es imposible que en los cuarteles generales no hayan hecho las cuentas más elementales. El 28 de abril hubo un empate entre bloques: 11,2 millones de votos para la izquierda y 11,2 millones para la derecha. El resto del trabajo lo hicieron el sistema electoral, las torpezas de la derecha, la connivencia de los nacionalistas y una maquinaria propagandística bien engrasada.
Hoy, el 80% de los votantes de la izquierda, que celebraron aquel resultado como un triunfo arrollador, no quiere saber nada de elecciones repetidas. Si estas se producen, las vivirán con frustración y, probablemente, con legítima cólera por la ineptitud de sus líderes. Máximo peligro de abstención de castigo.
En el otro campo, la situación inversa: el 80% de los votantes de la derecha, que se vieron derrotados sin remisión el 28-A, sueñan con la prórroga. Si esta llega, saldrán a disputarla con el entusiasmo de las ocasiones inesperadas. Alta probabilidad de movilización masiva si sus dirigentes dejan las pendejadas y aciertan con un discurso energizante.
En abril, votaron algo más de 26 millones de personas. Cada punto de abstención son casi 350.000 papeletas menos en las urnas. Siete puntos más de abstención (una estimación conservadora) supondrían, pues, casi dos millones y medio menos de votantes.
Dadas las condiciones atmosféricas tras el fiasco, no es descabellado suponer que entre los nuevos abstencionistas podría haber dos de la izquierda por cada uno de la derecha. Ello desequilibraría drásticamente el empate entre los bloques. Para mantener su posición como primera fuerza, el PSOE tendría que aplastar a Podemos en el reparto de los votos de la izquierda. Pero, ¡ay!, Sánchez seguiría dependiendo de Iglesias (o quizá de Montero, no sé qué es peor).
Entre los nuevos abstencionistas, podría haber dos de la izquierda por cada uno de la derecha. Ello desequilibraría el empate entre los bloques
Otro espejismo generalmente aceptado es la suposición de que el retroceso electoral de Podemos lo haría más proclive a someterse a las condiciones que Sánchez dicte. Es exactamente al revés: cuanto más débil esté el socio, más necesitará blindar sus exigencias. Así que la previsible victoria del PSOE podría resultar pírrica: tras una campaña de navajazos recriminatorios, estaríamos de nuevo ante una investidura incierta, con un interlocutor exangüe —y, por eso mismo, bunkerizado—, y con la derecha revitalizada. El vértigo de las terceras elecciones alteraría por completo el marco político, dando paso a escenarios inéditos.
Pedro Sánchez ama demasiado el poder para jugárselo a una carta por un par de líneas en el BOE. Y Pablo Iglesias se ama demasiado a sí mismo para arriesgarse a una humillación electoral que lo devolvería prematuramente a la facultad de Políticas.
Por otra parte, no es tanto lo que les queda por negociar. Tras el acuerdo presupuestario y los sucesivos documentos que han ido fabricando para decorar su querella, los programas del PSOE y de Podemos son ya prácticamente idénticos. Gobiernan juntos en varias comunidades autónomas y en centenares de ayuntamientos. Ambos saben que el partido de Iglesias ha de recibir una porción de la tarta del poder. Lo único que se discute es si esa porción sale del Consejo de Ministros o de las instituciones del Estado. Iglesias exige un cacho de Gobierno y Sánchez, feroz guardián de su cortijo, ofrece piezas de gobernanza.
Tienen algo en común: les importan mucho más los finales que los principios. Y no pelean por el huevo, sino por el fuero. Nada que no pueda componerse y maquillarse en un fin de semana, siempre que sea lejos de la vista del público.
Sánchez ha faroleado sin recato, transmitiendo la impresión de que está deseando volver a tentar la suerte en las urnas. En los últimos días, ha sembrado el campo de pistas infantiles, como que RTVE licita el plató del debate electoral, que el PSOE busca agencia de publicidad para la campaña o que el INE prepara la selección de los colegios electorales. Por no hablar de los guisos adulterados de la cocina de Tezanos. En realidad, amenaza con lo que más teme. Si puede evitar las elecciones, lo hará. Pero quizás haya llevado demasiado lejos el juego de las bravuconadas.
Si se consideran solo los intereses objetivos de los contendientes, ningún argumento racional sostiene la conveniencia o la necesidad de las elecciones
Prescindamos del interés del país, que en este partido no juega como elemento de decisión. Si se consideran únicamente los intereses objetivos de los contendientes, ningún argumento racional sostiene la conveniencia o la necesidad de las elecciones. Se mire como se mire, para ambos los peligros superan ampliamente a las eventuales ganancias.
Pero hay algo que puede cambiarlo todo: el factor humano. Quizás el más decisivo en los comportamientos políticos y el que menos tienen en cuenta analistas y politólogos. En un espacio recargado de gases emocionalmente inflamables, una palabra a destiempo hace que todo reviente. Por eso es imposible anticipar lo que Iglesias y Sánchez dirán el martes al Rey. Ni ellos mismos lo saben, cómo podríamos saberlo los demás.