Ignacio Camacho-ABC
- En la dialéctica del chantaje se ha esfumado todo atisbo de discusión seria sobre la utilidad del estado de emergencia
Ea, pues ya tiene el Gobierno el debate donde lo quería. No en su caótico plan de desconfinamiento, que probablemente no sirva ni para frenar el virus ni para levantar la economía, sino en si el PP va a apoyar o no la prórroga del estado de alarma. Punto para Moncloa: el adversario se meterá en un lío haga lo que haga. Si vota que sí, decepcionará a muchos votantes que consideran llegada la hora de darle a Sánchez un corte de mangas; si se niega le caerá encima una brutal descarga de culpas potenciada con fuerte artillería mediática. Por si el sábado no había quedado clara la amenaza, el ministro Ábalos la dejó ayer diáfana: cualquier posible rebrote se
lo van a echar a Casado sobre la espalda. Y Echenique, con sutileza de científico, habló de la eventual responsabilidad «de miles de muertos» olvidando a quién habría que cargar según esa lógica los 25.000 registrados hasta este momento. Todo eso significa que, si el decreto sale rechazado del Congreso, al primer repunte de la enfermedad habrá en la calle Génova miles de manifestantes coléricos, que la palabra «asesinos» se convertirá en trending topic tuitero y que ningún dirigente popular podrá salir a la calle sin riesgo de linchamiento. Es el lenguaje de los Soprano: o colaboras de buen talante o te despertará de madrugada un estrépito de cristales. Y no podrás quejarte de que no te advirtiese nadie.
En esa dialéctica gansteril se ha esfumado todo atisbo de una discusión seria sobre la utilidad actual del estado de emergencia. Ya no queda margen para opiniones jurídicas, ni económicas, ni médicas. Sólo visceralidad sectaria, confrontación abierta bajo el pretexto de la epidemia. El presidente sabe que ha perdido cerca de un millón de votos en las encuestas y busca a la desesperada un chivo expiatorio al que endilgar el coste de su incompetencia. Acostumbrado a la finta táctica de corto plazo, sólo piensa en huir del fracaso aunque sea ahondando en el caos. Y ha dado en pensar que el papel de víctima puede servirle para encubrir su escandalosa secuencia de desaguisados.
Ayer hubo en España tantos positivos como el día ocho de marzo, cuando el Gabinete no consideró que hubiese riesgo patente de contagio. Ni entonces ni ahora ha orientado sus pasos por criterios sanitarios; la diferencia es que ha descubierto la comodidad de un marco de excepción prolongado, que lo mismo le sirve para crear nuevos altos cargos que para cerrar contratos opacos. Ha perdido casi dos meses de trabajo epidemiológico y ha transformado la «desescalada» en un mero ensayo. La única razón -no pequeña- por la que puede merecer la pena extender la alerta es por respeto a los profesionales que se juegan su propia vida por salvar la ajena. Pero su voz no cuenta. Si hubiese contado alguna vez no habrían tenido que pasar la vergüenza de protegerse con bolsas de basura y máscaras de fabricación doméstica.