ARCADI ESPADA-El Mundo

 

Un acto de fuerza del Estado acabó hace una semana con la intentona revolucionaria contra la democracia. Un acto de fuerza de los ciudadanos acabó ayer con la ilusión insurreccional básica. El nacionalismo no tenía la verdad ni la razón ni el poder. Ayer comprobó que ni siquiera tiene una nación, cualquiera que sea el sentido que quiera dar al término. Un millón de ciudadanos (a ver si voy a ser yo el único español sin derecho al redondeo) salió a la calle en una manifestación de la que sólo hay un precedente: la del 11 de septiembre de 1977. Aquel domingo de hace 40 años miles de catalanes salieron a la calle a instaurar el régimen complejo, contradictorio, leal y traicionado que acabaría siendo el régimen del 78. Ayer domingo, otros tantos miles decidieron defenderlo del sostenido embate del nacionalpopulismo.

Como entonces, los ciudadanos salieron en masa a las calles, espontánea y desorganizadamente, envueltos en banderas que parecían recién tejidas. Ninguna de esas dos manifestaciones tuvo la disciplina pueril, encuadrada, paramilitar, puramente coreana, de las últimas diadas organizadas por el Gobierno, sus escuadrones y la televisión nacionalista, esas diadas que probaron hasta qué punto el exceso de formalización anuncia siempre el totalitarismo.

Ayer, como hace 40 años, la manifestación fue el resultado de una necesidad física: urgente, caudalosa; entonces derramada sobre el franquismo macilento y ahora sobre la epilepsia nacionalista. Las dos manifestaciones, dispuestas a regenerar «la ciudad medieval, cercada por la peste, de donde todo el mundo huye», como acertó a definirlo tan cerca de las del Borne arruinado, el grande, el valiente, el limpio Mario Vargas Llosa, aquel al que debe mirar quien quiera saber lo que es un intelectual y, sobre todo, lo que es un hombre.

El todavía presidente Carles Puigdemont tiene una cita parlamentaria el próximo martes. Fruto del manejo clandestino que caracteriza a la presunta organización criminal que dirige, nadie sabe si en esa comparecencia leerá los periódicos del día, formalizará su dimisión y el consiguiente retorno al agro o bien presentará la llamada Declaración Unilateral de Independencia. Sería interesante que los que tienen trato con él, médico o de cualquier otro carácter, le adviertan de que, de hacer eso, la unilateralidad que propugna no se proyectaría sobre el gobierno del Estado, sino sobre los ciudadanos catalanes, hoy ya ausentes de toda ley y sentido que no provenga del conjunto de España.

Tiene razón en pedirlo. Búsquenselo. Pero no cualquiera de esos parásitos profesionales que viven de una y otra sangre en los conflictos. Visto ayer el feliz resoplido de las calles, lo que el todavía presidente Puigdemont necesita es un mediador verdadero que lo sustituya. Alguien que pueda representar al tiempo la democracia, la ley y la vergüenza. Es decir, un político razonable y honrado que lo eche a un lado y lo archive definitivamente como el protagonista que fue de los días más sórdidos, peligrosos y ridículos de la Cataluña moderna.