Francisco José Llera, DIARIO VASCO, 16/6/11
Estamos en tiempo de transición entre el fin de ciclo de la izquierda y el comienzo del de la derecha y en medio de una crisis global descomunal, que hace que cualquier información, proveniente de los múltiples rotos de nuestro sistema global, acreciente el estado de ansiedad y malestar de cualquier ciudadano mínimamente sensibilizado. Y, con la que está cayendo, sobre todo en el terreno sociolaboral y económico, ¿qué ciudadano no está hoy sensibilizado, de una u otra forma o con mayor o menor intensidad? Nuestro sistema socioeconómico arrastra una crisis ya crónica de «racionalidad», como nos advirtió Habermas, pero ahora estamos en una crisis aguda de «credibilidad» de nuestro sistema institucional, que no es sino la antesala de una seria crisis de «legitimidad». Los síntomas son múltiples: el malestar democrático en los estudios demoscópicos, la desafección política, la fatiga de nuestras instituciones representativas, pero, sobre todo, el descrédito de nuestros partidos y su clase política. Las respuestas ciudadanas también son variadas y hasta contradictorias: el alejamiento de las urnas de una parte importante del electorado, las reacciones violentas de los grupos antisistema y anarquizantes o los neopopulismos de extrema derecha que emergen con fuerza por doquier, entre otras.
Tres de cada cuatro ciudadanos de nuestras democracias señalan la corrupción y el abuso de poder como dos grandes dramas políticos y en todas ellas los partidos son señalados como las instituciones más corruptas y menos transparentes, en una suerte de cronificación de esta enfermedad. En nuestro país, los políticos se han convertido en el tercer problema ciudadano después del empleo y la crisis y los partidos son las instituciones peor valoradas. Si en época de vacas gordas y reparto clientelar estos fenómenos no son más que síntomas de nuestra abundancia, se revelan como escándalo y causa de desafección y protesta cuando las cosas vienen mal dadas y, no solo no hay resultados que repartir, si no mucho que recortar, sobre todo, a los que menos tienen y más esperaban.
No es de extrañar, ni podemos lamentarnos sin rubor, de que la indignación explote en la calle o en la red. El movimiento Democracia Real Ya ha irrumpido con fuerza en medio de una campaña electoral bastante irresponsable y sin respuestas para una parte importante de la opinión pública. Ante el primer impacto y el temor a ser perjudicados en las urnas, unos y otros se han mostrado contemporizadores, receptivos y hasta identificados con estos ‘indignados’. Pero la campaña ha pasado y el ritual exige ‘limpiar’ las calles. El propio movimiento, voluntariamente descabezado y horizontal, se fatiga con la ‘movida asamblearia’ y el romanticismo utópico empieza a chocar con la dura realidad del adónde vamos y cómo llegamos. No es difícil que de la indignación se pase a la impotencia desesperada. Y es aquí cuando comienza el problema real para todos. Obviamente, en ellos hay mucho de hartazgo sano, falta de horizonte y frustración generacional, y hasta utopía constructiva, pero también algo de exhibicionismo mediático (de la ‘Spanish revolution’) y no han de faltar los pescadores en río revuelto. Son inevitables los efectos degenerativos, si ellos no se autocontrolan y las instituciones no les dan cauce.
Pero la lección es clara. Nuestra clase política no puede seguir ejerciendo su actividad parapetada en unas instituciones y en unos procedimientos convertidos, cada vez más, en puro ritual representativo o competitivo sin que ello afecte a la legitimidad de nuestras democracia representativa. Esta deslegitimación radical es la que late y amenaza con ampliarse en la mecha encendida del movimiento DRY. Nuestra clase política no debe hacer caso omiso a tantos síntomas de fatiga, aprestándose a tomarse en serio la necesaria regeneración democrática de nuestras instituciones, empezando por los partidos y sus dirigentes.
Francisco José Llera, DIARIO VASCO, 16/6/11