Cuando Rajoy dice «apoyar cualquier otra (investigación) que permita avanzar sin límites en la acción de la justicia», sólo se está declarando a sí mismo y a todos los suyos rehenes de su propio pasado. No cree lo que dice. Sólo cree que tiene que decirlo. Por qué dar por cerrado un caso, si lo que a la gente le va es seguir buscando culpables inverosímiles.
No es pequeño reconocimiento, este del título, para una sentencia tan compleja como la que ha enjuiciado los crímenes del 11-M. Sobre casos más sencillos las he leído yo en las que la mezcla de farragosidad, jerga jurídica, mala sintaxis y abuso de gerundios hace imposible su intelección. Aquí, por el contrario, hay un relato de hechos que puede seguirse, unos razonamientos que resultan inteligibles y una ponderación de pruebas y de penas de la que apenas cabe disentir. Pero, más allá de su inteligibilidad formal, la sentencia dibuja un escenario tan coherente de lugares, fechas y personas, así como de sus relaciones y motivaciones, que dota al relato que los entrelaza de una autosuficiencia explicativa que hace superflua, y hasta perturbadora, la búsqueda de causas ajenas a las que en ella aparecen. Si es verdad aquello que nos enseñaron de que, cuando de dar explicación cabal de los hechos se trata, «no han de multiplicarse los entes sin necesidad», no hay más remedio que reconocer que la sentencia pone en el tablero todas las piezas que resultan necesarias y suficientes para jugar la partida. Se entiende todo, y nada queda sin explicación razonable. La verosimilitud del relato, muy superior a la que pudiera exhibir cualquier otro alternativo, constituye el mejor aval de la solidez de la sentencia.
Lo dicho vale también para lo que, según algunos, ha quedado sin explicar: la llamada «autoría intelectual». Se extendiera ésta o no a quienes de ella han sido exculpados -Rabei Osman, Youssef Balhadj o Hasan el Haski-, la sentencia aporta datos suficientes para encontrarla dentro del escenario que ella misma dibuja. Basta con leer la carta de despedida del terrorista suicida Abu Yusra Abdullah bin Ahmed Kounjaa, incluida en el párrafo 14.1 de la sentencia, para dar con la autoría intelectual última de los hechos juzgados. Su frase final -«que la maldición de Alá caiga sobre los injustos»- se suma a todo lo que la precede para apuntar, sin ningún género de dudas, al fanatismo religioso como explicación suficiente de lo ocurrido. Fuera el grupo mayor o menor, tuviera o no ramificaciones más extensas en el mundo islamista que las que han sido probadas, su carácter fanático da cuenta cabal de cuál fue el impulso inductor del crimen que cometieron sus integrantes. Con la experiencia que hemos acumulado en este país sobre actividades terroristas, cualquiera sabe que la mezcla de una máxima dosis de fanatismo y de una mínima de capacidad organizativa basta para explicar los atentados más horrendos. Y, si el fanatismo de este grupo concreto de islamistas se pone, además, en el contexto del yihadismo internacional, la pregunta sobre «autorías intelectuales» no explicadas en la sentencia se hace del todo impertinente. Búsquense, pues, si faltan, más actores o inductores, pero no una autoría intelectual ajena a la sugerida por la sentencia, pues no haría sino volver inexplicable lo que está bien explicado.
Y, sin embargo, tal autoría se busca, y, como se busca, habrá que encontrar alguna explicación, no de lo que ocurrió, sino de la insaciable curiosidad que impulsa a buscar una explicación alternativa que no estaría aún dada. Dos se me ocurren a mí. La primera es la inercia. La segunda, la expectativa.
Quienes insisten en seguir buscando lo que, según ellos, no se encuentra en la sentencia no lo hacen porque confíen en dar con algo nuevo en el futuro, sino porque no pueden desdecirse de lo que han dicho en el pasado. La inercia los empuja a tapar, con una nueva mentira, otra mentira ya vieja y, con una nueva manipulación, otra manipulación frustrada. Saben ellos que, fuera de la sentencia, no hay nada relevante, pero toman las absoluciones negativas que aquella hace de lo no probado como si fueran imputaciones positivas dirigidas contra alguien que no se atreven a nombrar, pero que «no anda en desiertos muy remotos ni en montañas muy lejanas». En este sentido, cuando Rajoy dice «apoyar cualquier otra (investigación) que permita avanzar sin límites en la acción de la justicia», no está esperando ninguna explicación que le pueda deparar el futuro, sino que se está declarando a sí mismo rehén de su propio pasado y del pasado de todos los suyos. No cree lo que dice. Sólo cree que tiene que decirlo.
Pero, al decir cosas como ésta, aunque sólo sea por inercia y sin convicción, acarician también una expectativa de futuro. No creen en la teoría de la conspiración que ellos mismos han fabulado, pero saben que a la gente le gustan las conspiraciones. Por qué dar, entonces, por cerrado un caso, si lo que a la gente le va es seguir buscando a los culpables más inverosímiles que imaginarse pueda. Hay muchos que creen que el hombre nunca pisó la Luna. En ellos tienen puesta su esperanza los fautores de la teoría conspirativa.
José Luis Zubizarreta, EL CORREO, 4/11/2007