Editorial-El Español 

Este lunes, Pablo Iglesias ha encomiado desde su medio de comunicación la «respuesta» que dieron los «antifas» encapuchados que el pasado 30 de octubre en la Universidad de Navarra asestaron una sañuda paliza al reportero de este periódico José Ismael Martínez.

Iglesias se ha burlado de «quienes me dicen que me solidarice con un periodista de no sé qué», cuando «al que le rompen la cara no es un periodista, sino un tipo que se ha infiltrado en un curso nuestro».

Se refiere a las lecciones online impartidas por el el exlíder de Podemos, que incluían la enseñanza de la «teoría de la violencia». Lo cual es también coherente con los antecedentes de un exaltado que calificó el derecho a portar armas de fuego como «una de las bases de la democracia», y la guillotina como «la madre de la democracia». Y que, en una herriko taberna de Pamplona, afirmó en 2013 que «la izquierda vasca y ETA se dieron cuenta desde el principio de que hay determinados derechos que no se pueden ejercer dentro de la legalidad española».

«¿Estaba haciendo periodismo, o estaba sacando fotos a los antifascistas para mandárselas a la policía?», se ha preguntado el dirigente de Podemos para sugerir que el periodista de este diario se merecía el apaleamiento por ser un infiltrado de las fuerzas de seguridad.

Así que a esta pregunta retórica cabe responderle con otra: ¿se le ha ido a Pablo Iglesias definitivamente la cabeza, o tan sólo se comporta como un miserable?

Sin ningún fundamento, el ex vicepresidente está deslizando que un redactor que lleva dos años escribiendo trabajos periodísticos —estos publicados, no como las supuestas investigaciones de la fontanera Leire Díez— ejercía de informante tanto en la manifestación de Pamplona como en el curso online.

Pero en ambos casos Martínez estaba realizando una labor informativa para EL ESPAÑOL.

José Ismael Martínez no se infiltró. Aprovechó la convocatoria, a la que cualquiera podía inscribirse, para acudir como matriculado a las sesiones y relatar desde la perspectiva del alumno un hecho noticioso.

No se trataba de ninguna actividad secreta, clandestina o restringida por cláusulas de exclusión. Martínez cumplía todos los requisitos como ciudadano para asistir al curso, y EL ESPAÑOL pagó religiosamente las cuotas de las clases.

De modo que quien lanza tales acusaciones absolutamente peregrinas lo hace o bien porque su fanatismo le ha llevado a perder el sentido de la realidad, o bien porque es tan mezquino para respaldar la violencia de la izquierda abertzale.

En apoyo de esta segunda tesis vienen las propias palabras de Iglesias, que ha tildado de «gilipollez esto de que hay que condenar la violencia venga de donde venga».

Es decir, que está jaleando abiertamente la agresión a quienes él engloba bajo la rúbrica de «fascistas», so pretexto de que «si la policía no hace su trabajo, tendrán que hacerlo los antifascistas». Y no le falta razón al decir que la Policía Nacional no ha hecho su trabajo en este caso, porque casi dos semanas después del incidente todavía no ha identificado y detenido a los autores materiales de la agresión.

Afortunadamente, Podemos es una fuerza política marginal que camina a paso firme hacia la extinción. Pero desde sus canales mediáticos aún goza de la influencia suficiente como para envenenar la convivencia con su exaltación de la violencia política.

Pero igual de inquietante resulta que, a día de hoy, ni el presidente del Gobierno ni ninguno de sus ministros ha condenado el atentado contra José Ismael Martínez, aun cuando el Consejo de Europa le ha instado a que lo haga.

El silencio del Gobierno ha auspiciado el señalamiento por parte de unos fanáticos a cuya legitimación ha contribuido Moncloa decisivamente.

Porque fue Sánchez quien dio acceso a Podemos al Consejo de Ministros, al que hasta hace poco incluía dentro de su «mayoría progresista». Y fue también él quien convirtió a Bildu —bajo cuyo paraguas ideológico actuaron los convocantes de los disturbios en Pamplona— en su socio preferente.

El respaldo del ex vicepresidente a los energúmenos que acorralaron, derribaron y golpearon salvajemente a un periodista que sólo hacía su trabajo ofrece una vívida demostración de que la violencia ultra que realmente supone una amenaza para la paz social es la ejercida o la espoleada por una extrema izquierda de la que no se ha distanciado nítidamente el Gobierno.