Hace un par de semanas, todos coincidíamos en que lo más deseable era que Cataluña tuviera cuanto antes un Gobierno efectivo, aun asumiendo que estaría presidido por un independentista de la cuerda de Puigdemont. Tras la sesión del sábado en el Parlament, muchos tenemos dudas de que el escenario que se abrirá a partir de hoy sea el mejor posible. Que levante la mano (fuera del independentismo militante) quien, tras escuchar la soflama de Torra, no haya deseado secretamente que la CUP cerrara el paso a su elección, aunque ello condujera a elecciones en julio.
¿Puede esto llamarse ‘un Gobierno efectivo’? Lo veremos. Quizá resulte demasiado efectivo para volver a incendiar Cataluña y totalmente inefectivo para empezar a normalizar la situación, que era lo que se esperaba tras siete meses con la Generalitat intervenida tras una insurrección institucional.
Lo que sabemos seguro es que al nuevo presidente lo ha designado a su entero capricho el augusto dedo de un fugitivo de la Justicia como Puigdemont. Que los partidos independentistas, ERC y el PDeCAT, se han quedado en meros figurantes, sin participación alguna en la elección. Y que la decisión final ha estado, de nuevo, en manos de una organización extremista y violenta como la CUP. Den por seguro que si la CUP ha decidido apoyar la elección de Torra en lugar de forzar elecciones, no ha sido por patriotismo sino porque han considerado que eso será lo más desestabilizador para el sistema y lo más dañino para España. Coincido con ese análisis.
Sabemos también que el programa del nuevo presidente contiene la promesa expresa de crear las condiciones para un nuevo intento de golpe de Estado. Y que Torra se ha mostrado sin disimulo como un nacionalpopulista ultrarreaccionario, predicador y practicante activo del supremacismo y de la xenofobia. Las cosas que ha dicho y escrito este personaje van mucho más allá de lo peor que hayamos escuchado a Le Pen, al UKIP, a los neonazis de Alternativa por Alemania o a los paleonazis griegos de Amanecer Dorado.
No menospreciemos a Torra tratándolo como un mero títere de Puigdemont. Tiene mucha más sofisticación intelectual que su jefe, y es capaz de crear y sostener categorías ideológicas más allá del rudimentario pensamiento político del caudillo separatista. Torra es a Puigdemont lo que Steve Bannon a Donald Trump. Imaginen a Bannon en el despacho oval, y ese es Torra en el Palau de la Generalitat (aunque a él no le dejen pisar el despacho).
En síntesis, lo sucedido en estos meses es que se aplicó la cláusula coercitiva de la Constitución para rescatar a la Generalitat de Puigdemont y terminamos entregándosela, siete meses después, a dos Puigdemont, el original y su versión intensificada.
¿Se pensó en este escenario de salida al poner en marcha el 155? Es obvio que no. Si alguien hubiera imaginado este desenlace, la resolución del Senado no habría establecido el levantamiento automático de la intervención; más bien, se habría tenido la precaución de introducir alguna cláusula de salvaguardia.
La ansiedad del Gobierno por librarse del 155 y salvar los PGE ha permitido a Puigdemont lanzar este órdago que de momento le da el punto y el set
Es difícil eludir la constatación de que algo ha fallado en el plan del Estado desde el 27 de octubre hasta el día de hoy. A toro pasado, se ve que la acción para impedir el referéndum del 1 de octubre fue una pifia; que quizá fue precipitado convocar elecciones en pleno acoso judicial a los promotores del golpe, porque se activó el reflejo victimista que benefició a Puigdemont el 21-D; que quizá no fuera tan buena idea impedir la investidura de Turull por el expeditivo procedimiento de reingresarlo en prisión; que la ‘operación Alemania’ resultó una chapuza que resucitó políticamente a un ‘expresident’ acorralado; que la demasiado visible ansiedad del Gobierno por librarse cuanto antes del 155 y salvar su Presupuesto ha permitido a Puigdemont lanzar este órdago que de momento le da el punto y el set.
Alguien debería percatarse también de que, en plena crisis de Estado, es una locura declarar la guerra al partido que, además de sostener a un Gobierno exangüe, lidera la resistencia constitucional en Cataluña. Como es un irresponsable oportunismo que se tiendan celadas al Gobierno como la que Rivera tendió a Rajoy la semana pasada, sabiendo de antemano lo que pasaría en el Parlament para poder reclamar hoy que se mantenga el 155, echando al público encima de Rajoy. Hay éxitos tácticos que no valen la pena.
¿Cómo será esta segunda edición del ‘procés’? Lola García, en ‘La Vanguardia’, describe los próximos meses en varios actos:
El primer acto sería el de la estrategia de la bifurcación. Mantener la máxima provocación en todo lo retórico y lo simbólico y, a la vez, sostener la cuerda bien tensada en el terreno de los hechos, bordeando todos los días la raya de la ilegalidad, pero sin llegar a rebasarla descaradamente (ese fue el error de la primera edición).
Eso permitirá, por una parte, mantener hirviendo la caldera emocional del separatismo en Cataluña, meter de nuevo en el gueto a la Cataluña no independentista y sembrar la duda y la discordia en las filas del constitucionalismo: ¿es ya hora de actuar o debemos seguir esperando?
Lógicamente, tal bifurcación entre retórica y práctica no puede sostenerse durante mucho tiempo. Será justo el necesario para dar paso al segundo acto, el que anunció Puigdemont en ‘La Stampa’: unas elecciones convocadas por Torra, en un clima de máxima exaltación nacionalista, para atornillar la mayoría nacionalista. Y, desde ella, pasar al tercer acto, el del ‘apartheid’ agresivo que desempate de una vez y para siempre a la sociedad catalana.
¿Cuándo serían esas elecciones? Puigdemont ha delatado su pensamiento: sería una convocatoria sincronizada con el juicio a los líderes golpistas en el Tribunal Supremo. Juicio en Madrid y campaña electoral en Cataluña, no cabe imaginar mejor escenario para convertir las elecciones no ya en un plebiscito, sino en un motín.
Señores del Gobierno y de los partidos españoles, parece que ha llegado el momento de sentarse a reflexionar, reconsiderar el plan entero y dejarse de encuestas y de boludeces. Faltan dos años para las elecciones generales, pero estamos a solo seis meses de que Cataluña arda de nuevo por los cuatro costados y de que al Estado —y con él a la democracia— lo echen a patadas de allí.
No sé a qué espera el presidente del Gobierno para llamar a La Moncloa a los líderes de los partidos nacionales —incluido Iglesias—, encerrarse con ellos y no salir hasta que no tengan un plan conjunto para hacer frente al desafío que viene. Francamente, no se me ocurre nada más prioritario para España en este momento.