Jeús G. Maestro-El Correo

Catedrático de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada

  •  Los Estados occidentales son cada día más débiles ante un mercado cuyo poder es ya omnímodo. Los derechos del ciudadano no son los del consumidor

No estamos acostumbrados a sufrir apagones, por fortuna y por el momento. De hecho, si se producen, esperamos con ansiedad que la luz vuelva pronto, lo antes posible. El apagón del 28 de abril no fue un chiste ni una fiesta. Fue un aviso. Cada uno puede interpretarlo como quiera: ataque cibernético, signo del apocalipsis, error político, problema energético o lo que estime su ideología, conocimiento o ignorancia. Pero el problema está ahí y la realidad, cuando avisa, no es traidora.

En una democracia no deberían ocurrir estas cosas. Hay consenso, debates, pluralidad, hay capacidad múltiple y coordinada de gestión y maniobra, hay libertad. Al menos, en teoría (que no es poco), hay todo eso. Y sin embargo se fue la luz. Y en algunos sitios tardó casi un día entero en volver.

Aquí intervienen, al menos, tres poderes muy importantes: el Estado, el mercado y la democracia como sistema político. Y la relación entre estos tres elementos es, sobre todo en el siglo XXI, particularmente complicada y hostil. Y lo es porque el mercado, hoy, se come al Estado. Con la democracia dentro, porque, sin Estado, no hay democracia. Hay otras cosas… Y el Estado, en defensa de la democracia, hace muy poco en todo Occidente, no solo aquí.

El mercado no necesita demócratas, pero sí consumidores. El comercio global encuentra en los Estados muchos obstáculos, limitaciones, impuestos, controles, es decir, problemas, que no existirían si no existiera el Estado. El poder del mercado, hoy globalista, es mucho más poderoso que el poder de los Estados, hoy casi todos ellos hipotecados y en manos de ‘los amigos del comercio’. No entro a valorar si esto es bueno o malo, pues será lo uno o lo otro según para quién. Pero sí advierto que ‘esto’ es lo que hay, guste mucho, poco o nada.

La política es la administración del poder, es decir, la organización de la libertad. El Estado es una configuración política que, de manera moderna, nace con el Renacimiento y experimenta tras la caída del Antiguo Régimen una progresiva incorporación de la democracia como sistema de gestión y de gobierno. El mercado, por su parte, ha sobrevivido a los imperativos de todos los tiempos, sobre todo los que le impusieron la Iglesia medieval y el Estado moderno.

En la Roma imperial no había Derecho Mercantil, porque las operaciones comerciales se regían por el Derecho Civil. Durante la Edad Media, la Iglesia tenía muy limitadas las actividades de los comerciantes, a los que consideraba casi como delincuentes o incluso herejes. Los Estados modernos se sirvieron del comercio siempre bajo rigurosos imperativos legales y por supuesto con fines políticos. Hoy, el mercado se ha hecho con el poder global y dispone de más recursos que cualesquiera otras entidades.

La democracia cree, como algunas personas, que tiene mucho tiempo por delante, que nada podrá contra ella

Antonio Escohotado, en su trilogía sobre ‘Los enemigos del comercio’, consideraba que los adversarios del mercado eran los que lo prohibían, y los identificaba con los comunistas. Paolo Prodi, en su libro ‘Séptimo: no robarás. Hurto y mercado en la historia de Occidente’, considera que los enemigos del comercio no son quienes lo prohíben, sino los que incumplen las leyes mercantiles y hacen trampa en los negocios.

La democracia es un Guadiana en la Historia: aparece y desaparece, y no sabemos en qué momento puede desaparecer de nuevo. ¿Se puede apagar la luz de la democracia? Sí. Sin duda. Los Estados occidentales son defensores de la democracia, pero son cada día más débiles, ante un mercado cuyo poder es ya omnímodo. Hoy el mercado es el dueño del Estado. El Derecho Mercantil estará pronto por encima del Derecho Civil. Acaso ya lo está. Los derechos del ciudadano no son los derechos del consumidor. No es lo mismo una Constitución que una hoja de reclamaciones.

Hoy, la esterilización del Estado, en manos del comercio, es la máxima expresión del fracaso de la democracia como sistema político. Negar los hechos no sirve de mucho. Y discutir las diferentes interpretaciones del problema no invalida la realidad del problema. O el individuo se prepara por su cuenta para sobrevivir al fracaso de la democracia, o muere con ella.

El mercado no es ni bueno ni malo en sí mismo: el mercado es hoy el éxito o el fracaso. La democracia cree, como algunas personas, que tiene mucho tiempo por delante, que es inmutable y eterna, que nada podrá contra ella, y emplea buena parte del poco tiempo que le queda en consideraciones morales. En realidad el tiempo se agota. Cuando la supervivencia está en juego, la moral importa muy poco. A mí algo así me parece una monstruosidad, pero esto es lo que nos dice la realidad del siglo XXI. En determinados momentos de la Historia la realidad se convierte en un monstruo.

Podemos estar o no de acuerdo con la realidad. Pero no podemos ignorar que la realidad es totalmente indiferente a nosotros. Y en este punto, realidad y mercado van de la mano, porque al mercado, en determinados contextos, le interesa más nuestro dinero que nuestro bienestar. El ‘low cost’ no surge por casualidad ahora. Por su parte, el Estado del bienestar sufre apagones inquietantes. La democracia, sin embargo, sigue en busca de la felicidad. La moral, con frecuencia, no resuelve los problemas, los invisibiliza, casi siempre en nombre de la religión, la filosofía o las ideologías, que son formas sedantes de entretenerse con apariencias, sin ver la verdadera realidad.

En los últimos tiempos, la democracia posmoderna nos ha separado a unos de otros más de lo que ningún otro sistema político anterior habría sido capaz de proponerse. Hoy somos entre nosotros más insolidarios que nunca. Pero no somos conscientes de ello. Solo tenemos diferencias y solo la diferencia parece importar. Hay tantas ideologías que ya ni la misma ideología nos hace, como antaño, iguales ante el adversario. No sabemos lo que va a pasar. Pero todos tenemos miedo. Todos menos el mercado. ¿Y el Estado? A veces, ni se le ve. Un mercado sin Estado es una locomotora sin freno y un Estado sin mercado es un mundo muerto.