Manuel Montero-El Correo
- El pasado desaparece cuando ya no interesa y las fotos familiares vegetan en mercadillos mirándonos desde otra dimensión
Los álbumes de fotografías se acumulan en algunos puestos del mercado. Puedes elegir entre antecesores militares de aspecto prusiano, familias en las que predominan las actitudes cursis, bodas de señores adustos y aire antipático… Todos los pasados quedan en venta.
Es un género característico en los mercadillos europeos. Resulta impresionante, también conmovedor. Se ofertan fotos familiares antiguas, quizás vendidas a granel por el último heredero, que consideraba unas momias prescindibles a sus ancestros; a lo mejor las fotos han llegado a este particular circuito mercantil entre los enseres de la mansión en venta; o han sido rescatadas in extremis de los desperdicios destinados ese día al camión de la basura, gracias al rebuscador que les adivina una rentabilidad, aunque sea escasa, menos da una piedra.
Están las fotos de antepasados, quizás ilustres en su día, que sin duda se veían insignes a juzgar por la mirada de orgullo reconcentrado con que nos miran desde hace un siglo. Son siempre fotos de estudio, de sujetos atildados, quizás en la cumbre visual de su vida, antes de deteriorarse, iniciar su decadencia. Imponen, aunque se les nota antiguos, muy antiguos, y a duras penas pueden mantener su prestancia entre los cachivaches polvorientos o roñosos del mercadillo.
La variante más enternecedora son las fotos de boda. Las parejas de comienzos del XX son jóvenes, en general, pero nos parecen muy adultas y experimentadas, quizás por la solemnidad que por entonces tenía el acto de fotografiarse, convertido hoy en una trivialidad cotidiana. De negro y blanco riguroso, siempre elegantísimos, aparentan unidad matrimonial pero, como predomina la inmovilidad impersonal, faltan las posturas sentimentales que suelen evocarles las películas de época.
Se adivina que el retrato en cuestión ocupó un lugar preferencial durante toda su vida matrimonial, quizás lo exhibieron los nietos, a la siguiente generación quedarían como una curiosidad, posiblemente descolgados en algún baúl de recuerdos, y después servirían ocasionalmente para recordar a ancestros, para discutir quiénes eran e intentar recordar su nombre. Al final, nadie lo conseguiría o no interesaría, hasta su definitiva liquidación en un traslado o en una limpieza general. «A lo mejor sirven para decoración en una película de época», adelantaría un descendiente emprendedor, sin tener ganas después de consumar el negocio, pero deshaciéndose del recuerdo, que ya no sería ni siquiera molesto pero ocupaba sitio. En cierto sentido, ese es el momento en que termina definitivamente el matrimonio de la foto, como cuando se deshacen las ondas del agua tras lanzar la piedra. Esta ya no deja huellas en la superficie.
Venden también álbumes completos de fotografías, que permiten imaginar la evolución del grupo familiar, sus principales acontecimientos, su composición, aficiones… Se adivina que alguien las puso con esmero y orden, en aquella época en la que la fotografía representaba una ocasión con su importancia vital, no la trivialidad cotidiana de hoy en día. Se ven las fotos de las familias cuando la boda, los padres, los tíos, a veces algún abuelo que parece antiquísimo, aunque todos comparten ese aire de antigüedad serena que les daba la ocasión excepcional de posar juntos vestidos de gala, pues por lo común son familias pudientes, las únicas que solían permitirse este lujo. Pasas las páginas y aparecen los niños, a veces vestidos de marineritos o, ya de adolescentes, con aspecto de jugar al tenis o de remeros. Un par de páginas después -la vida pasa muy rápido- se casa alguno de los vástagos, crecidos en un suspiro, y ves que el primer matrimonio ha envejecido con dignidad, aunque engordando algo y manteniendo la mirada adusta que debió de formar parte de su identidad.
Y siguen imágenes de décadas, hasta que se llega a las fotos de color, la abuela con el nieto, después este con pelos largos, ya sin la prosapia de sus antepasados. Seguirá su boda, sus amigos años 70, más nietos… Seguramente uno de ellos será el que, en su momento, se deshaga del álbum familiar, quizás para él un lastre, con estas fotos racionadas (cinco, diez por año), ahora que nos inundan decenas de imágenes diarias de nimiedades y de conocidos que olvidaremos pronto.
Alguna vez, este vástago que liquida la herencia familiar se deshace también de uno o dos mechones de pelo, antiguos, quizás del tatarabuelo para la tatarabuela cuando se fue a la guerra, quizás una promesa de amor o un recuerdo de la niña difunta… Los pasados familiares son profundos y triviales a la vez. El pasado desaparece cuando ya no interesa y las fotos familiares vegetan mirándonos desde otra dimensión. Parece que no nos envidian, salvo porque estamos vivos y todavía no pueden vender nuestro recuerdo.