El 24 de junio de 1941, dos días después de que Hitler lanzara su ‘Operación Barbarroja’ contra la Unión Soviética, Serrano Suñer, ministro de Asuntos Exteriores, se dirigió a la multitud congregada frente a la sede de la Secretaría General del Movimiento, calle Alcalá 44, para, camisa azul y uniforme de un blanco impoluto, lanzar su discurso de «¡Rusia es culpable!» con el que iba a dar comienzo el reclutamiento de la División Azul destinada a combatir junto a la Wehrmacht contra el ejército de Stalin. «Camaradas, no es hora de discursos; pero sí de que la Falange dicte en estos momentos su sentencia condenatoria: ¡Rusia es culpable! Culpable de nuestra guerra civil. Culpable de la muerte de José Antonio y de la de tantos camaradas y soldados caídos en aquella guerra por la agresión del comunismo. El exterminio de Rusia es una exigencia de la historia y del porvenir de Europa». El domingo 13 de julio partieron los soldados desde la estación de Atocha. «Vais a defender los destinos de una civilización que no puede morir, y a contribuir a la fundación de la unidad de Europa», arengó el capo de Falange. Desde aquel día, el «¡Rusia es culpable!» se convirtió en uno de los lemas más coreados del franquismo, compitiendo duramente con otros no menos célebres salidos del magín del propio Franco y su obsesión con la masonería y el comunismo.
Por una de esas piruetas de la historia, el «¡Rusia es culpable!» se ha vuelto a poner de moda estos días por obra y gracia de un Pedro Sánchez dispuesto a echarle la culpa al empedrado de las calamidades de todo orden que nos afligen. Se vienen tiempos difíciles. La invasión de Ucrania por las tropas de Putin es una desgracia sobrevenida de hondas consecuencias para la economía española y naturalmente también para la política. Se avecinan tiempos de empobrecimiento colectivo. Todo el mundo sabe lo ocurrido con los precios de las materias primas, especialmente petróleo y gas, a resultas del conflicto. El petróleo, en niveles de 130 dólares por barril, ha subido casi un 50% en el último mes, mientras el precio del gas se ha multiplicado por cuatro desde principios de año. Y la decisión de Estados Unidos y Gran Bretaña de cortar la compra de combustibles fósiles rusos no hará sino alimentar la espiral inflacionista. Hay que ahogar a la Rusia de Putin y a sus oligarcas, pero el mundo libre debe estar dispuesto a pagar un alto precio por defender la independencia de Ucrania, que es tanto como defender su propia libertad.
Hay que ahogar a la Rusia de Putin y a sus oligarcas, pero el mundo libre debe estar dispuesto a pagar un alto precio por defender la independencia de Ucrania, que es tanto como defender su propia libertad
Aceptar sacrificios y apretarse el cinturón. En muchas gasolineras el precio de la gasolina 95 ha rebasado ya el listón de los dos euros litro, de modo que no son pocos los automovilistas que soportan grandes colas ante una estación de servicio de las llamadas «baratas» para poder ahorrarse 20 o 30 euros en el llenado del depósito. El shock de las gasolineras se ha trasladado también al supermercado, con la crisis de Ucrania contagiando al 90% de los productos que componen la cesta de la compra. Escasea el trigo y el maíz, de los que Ucrania es gran productora, pero también muchas materias primas (cemento, acero, níquel) necesarias en la construcción y la industria, particularmente aquellas intensivas en el consumo de electricidad. La aventura del tirano ruso va a mermar el poder adquisitivo de un Juan Español que en febrero de este año pagó el recibo de la luz un 80,5% más caro que en febrero de 2021.
Estamos en puertas de una crisis económica y social muy grave, cuya duración y profundidad dependerá del desarrollo de la guerra. Una crisis que nos va a hacer más pobres. En realidad, el PIB per cápita español sigue estancado en los niveles de 1999, lo que equivale a decir que en términos de convergencia en renta disponible, los españoles hemos perdido 23 años frente a los países más ricos de la UE, al punto de haber sido rebasados ya por Chequia, Chipe, Eslovenia, Lituania y, el último en hacerlo, Estonia. España no ha vuelto a los ritmos de crecimiento previos a la gran crisis financiera de 2008, aquella época dorada que se inició en 1996 con el primer Gobierno Aznar y que duró casi 12 años. Aunque a partir de 2013 la PIB español volvió a crecer con relativa fuerza, no lo hizo con la suficiente como para cerrar esa brecha. La llegada de la pandemia vino a poner en evidencia los males de fondo de nuestra economía, en particular su falta de productividad, de modo que en 2021 el PIB per cápita español era un 29% inferior a la media ponderada de la eurozona (25.410 euros frente a 35.740). Respecto a un país rico como Alemania, nuestro PIB per cápita es un 41% inferior al alemán, 42.920 euros.
La mayoría de expertos confiaban en recuperar los niveles de actividad previos al Covid en la segunda mitad de este año, pero esa estimación ha naufragado como consecuencia de la guerra (contracción del consumo y de la cuenta de resultados de las empresas), de modo que el PIB podría situarse en un entorno del 3%, muy lejos del 5,6% esperado por Bruselas y no digamos ya del 7% imaginado por Nadie Calviño, con una inflación media -el impuesto de los pobres- de entre el 8% y el 9%, con algunos meses rozando el 10%. El 2022 ya puede considerarse un año perdido en términos de crecimiento y de renta, pero el horizonte de 2023, sometido a todas las incertidumbres que hacen al caso, amenaza con llevar la economía española a un escenario de estancamiento inflacionario, la temida estanflación. Un empobrecimiento evidente para millones de personas en un país de rentas tradicionalmente bajas.
El horizonte no puede ser más oscuro, y lo es no porque el castigo provocado por la invasión de Ucrania sea algo exclusivo de nuestra economía, sino porque esta crisis incide de lleno en un tejido económico muy castigado, muy deteriorado por la irresponsabilidad de este Gobierno en la toma de decisiones, todas de matiz ideológico, en materia de política económica. Ninguna buena. Un Gobierno víctima de una pulsión desmedida por el gasto, que hace gala de una absoluta falta de disciplina presupuestaria, que recela de la empresa y de los empresarios, que considera a empleadores y empleados meros sujetos sospechosos a los que freír a impuestos, con decisiones semanales, casi diarias, que ponen en evidencia, junto a la ausencia de rigor, una llamativa falta de cultura económica y una disposición casi criminal a dilapidar recursos públicos, a disponer del dinero del contribuyente con total desahogo, todo con un grado de irresponsabilidad que terminará por pasar factura a este país cuando toque, pero que inevitablemente tocará.
El horizonte no puede ser más oscuro, y lo es no porque el castigo provocado por la invasión de Ucrania sea algo exclusivo de nuestra economía, sino porque esta crisis incide de lleno en un tejido económico muy deteriorado por la irresponsabilidad de este Gobierno en materia de política económica
Con decisiones que suenan escandalosas en la actual coyuntura, tal que el anuncio efectuado esta semana por la ministra de Igualdad según el cual «el Gobierno aprobará en consejo de ministros el III Plan Estratégico de Igualdad Efectiva entre Mujeres y Hombres con una inversión de 20.319 millones para impulsar políticas feministas de forma transversal en todas las administraciones». Una cifra equivalente al 4,5% de los PGE para 2022, y que es un 307% superior al presupuesto de Sanidad (6.606 millones), un 152% al dedicado a I+D+i y un 207,5% al gasto en Defensa, además de comparar con los 25.000 millones de las prestaciones por desempleo o los 30.000 millones que dedicamos al servicio de la deuda, una deuda ya cercana al 120% del PIB. Un retrato del socialismo en cuerpo entero. Decisiones tan escandalosas, también, como la aprobación este martes de una subvención de 17 millones a los sindicatos (esos señores que se disfrazan de pobres para salir en la tele), cifra superior en un 23% a los 13,8 que obtuvieron en 2021. El precio del silencio de quienes tendrían que salir a la calle a protestar por el recibo de la luz o el coste de la gasolina. Un claro ejemplo de miseria humana.
Un Gobierno que prepara una reforma fiscal destinada a saquear los bolsillos de las clases medias, para lo cual la ministra del ramo, Marisú Montero, ha tenido a un «comité de expertos», todos cercanos a la PSOE, trabajando durante un año para concluir, sin que se les caiga la cara de vergüenza, que «hay margen para recaudar 35.000 millones más en IVA y tributos verdes». El presidente del citado comité, Jesús Ruiz-Huerta, un señor a quien le parece «lamentable decir que el dinero está mejor en el bolsillo de los ciudadanos», definía los objetivos del grupo con una sinceridad abrumadora: «Hablamos de recaudar ingresos para hacer políticas de gasto». Porque se trata de gastar a manos llenas como si no hubiera un mañana. La impunidad con la que estos salteadores de caminos que nos gobiernan hablan de subir impuestos para financiar sus «cosas chulísimas» es tal, que tratar de pagar lo menos posible a la Hacienda Pública se ha convertido en una suerte de obligación moral para cualquier ciudadano que viva honradamente de su trabajo.
Ni una sola referencia al control del gasto público. Ahora puede apreciarse en su magnitud la barbaridad que en términos de sostenimiento de las finanzas públicas supone la indexación de las pensiones y el sueldo de los funcionarios al IPC, ello ante la que parece inevitable, a pesar de Ucrania, subida de tipos por parte de un BCE que no podrá resistir las presiones de los países ricos ante la evidencia de una inflación del todo punto inaceptable. Silencio, desprecio absoluto ante informes tan solventes como el que acaba de publicar el Instituto de Estudios Económicos (IEE), según el cual España podría reducir su gasto público en un 14% -equivalente a unos 60.000 millones- sin rebajar la calidad de los servicios que presta mejorando su eficiencia. Es decir, que las Administraciones despilfarran cada año 60.000 millones del dinero del contribuyente, cifra grosso modo equivalente al dinero nuevo que cada año el Tesoro se ve obligado a pedir prestado para mantener nuestro Estado del Bienestar a base de acumular deuda. Pero se trata de gastar, lo único que sabe hacer bien este Gobierno, razón por la cual Nadie Calviño quiere pedir ya a Bruselas los 70.000 millones restantes en forma de créditos blandos ante «el deterioro de la situación española» y antes de que suban los tipos, y por eso nuestro presidente, ese sublime jeta apellidado Sánchez, busca una ampliación de los fondos Next Generation más allá de 2026, como ayer contaba aquí Jorge Sáinz, a ver si suena la flauta y los tontos de «Uropa» se avienen a seguir financiando su juerga hasta que se aburra y decida abandonar Moncloa.
Se está gestando una muy gorda. Una situación inmanejable que amenaza con condenar a la pobreza a varias generaciones de españoles. Pero, como de costumbre, Sánchez no tiene la culpa. Ahora la culpa es de Putin. Como en el franquismo, «¡Rusia es culpable!»
Se está gestando una muy gorda. Una situación inmanejable que amenaza con condenar a la pobreza a varias generaciones de españoles. Pero, como de costumbre, él no tiene la culpa. Ahora la culpa es de Putin. Como en el franquismo, «¡Rusia es culpable!». Se lo dijo con total desparpajo a la pobre Cuca Gamarra en sede parlamentaria: «La inflación, señoría, como los precios de la energía, son única responsabilidad de Putin». No importa que la electricidad llevara un año subiendo y que la inflación estuviera ya en el 7,4% en el momento de la invasión de Ucrania. Una situación que antes de explotar se llevará por delante al mentiroso compulsivo que nos gobierna, ese descuidero de la política cuyo paso por Moncloa será visto en el futuro como el momento de la gran devastación española. El panorama que se divisa desde el puente para quien tome el relevo se antoja tan sombrío como el espectáculo de esas ciudades ucranianas arrasadas por los tanques rusos, pero alguien tendrá que venir a poner orden, a limpiar el país de tanto detritus ideológico, a sanear las cuentas públicas. Alguien tendrá que abordar los ajustes obligados tras tanto dislate, tanto gasto superfluo comprometido. Y entonces arderá Troya, porque, entonces sí, entonces los sindicatos se mostrarán bien dispuestos a quemar la calle.
En medio de la tormenta, la semana ha proporcionado un rayo de luz a la España liberal con la firma del pacto entre PP y Vox para el Gobierno de Castilla y León. La forma en que se ha empleado la zurda zote atacando el acuerdo, los compungidos lamentos que ha regurgitado esa legión de pijoprogres adinerados que vive de propalar los dogmas que excreta Sánchez y su banda, hace pensar que esta vez la derecha ha dado en el clavo. Hasta Aitor Esteban, el peneuvista del árbol y las nueces, se ha mostrado preocupadísimo. Mucha gente ha empezado a ver peligrar su estilo de vida, su modo de entender el mundo. Es muy simple: los derechos de los españoles que votan derecha quedan reducidos a pagar impuestos, dinero con el que la izquierda bien pensante se amanceba en el quicio de la subvención para todos. Eso es lo que se están jugando: los garbanzos. Tienen motivos para preocuparse. Gracias a los Rajoys, Casados y demás derecha cutre y acomplejada, la izquierda lleva años pensando que España le pertenece en exclusiva. Miles de chiringuitos, decenas de miles de enchufados bien subvencionados. Acostumbrados a pastar de los recursos de la sociedad productiva, no pueden consentir la llegada de alguien dispuesto a acabar con tan obsceno reparto de la tarta en su exclusivo beneficio. No hay un solo votante del PP que vaya a dejar de serlo por pactar con Vox. El resto es humo. Feijóo, calienta que sales.