José Luis Zubizarreta-El Correo

  • Circunstancias del todo coyunturales están modificando estructuras permanentes por la oportunidad puramente aritmética de hacerse con el poder

La izquierda, que, quizá por el sonrojo que causa lo viejo, prefiere llamarse hoy progresismo, no está cómoda recurriendo a la inexorable facticidad de los hechos para justificar sus acciones. Prefiere recurrir a discursos cargados de ideas, valores y principios. Siempre ha sido moralista. Por eso, en la situación en que hoy se mueve la política española, donde la aritmética se ha impuesto a la ideología y los fríos números han suplantado a las ideas, se afana por cargar sus razonamientos de principios y valores que expliquen el sentido de lo que hace, como nunca podrían hacerlo los hechos desnudos.

Lo hemos vislumbrado ya en el tratamiento que la izquierda está dando a ese aún semiclandestino proyecto de «alivio judicial», cuya ejecución, más que a la necesidad que tiene de números para seguir en el poder, trata de atribuirla a los sublimes fines que persigue en pro de la convivencia y la concordia de este pobre país atribulado por el conflicto. Pero, si en ese asunto sólo se vislumbraba, se ha hecho evidente en el otro, ya consumado, de la nueva norma que permite el uso irrestricto en el Congreso, además del castellano, de las demás lenguas que son, junto con él, cooficiales en sus respectivos territorios. A nadie se le oculta que el motivo de la innovación se encuentra en la necesidad que el candidato socialista tiene de un determinado número de escaños para retener el poder. No otro podría ser, cuando a la nueva norma se opuso él mismo en la pasada legislatura y en ésta se acaba de consumar el repentino e inexplicado abandono del escaño recién ganado por la entonces presidenta de la Cámara, promotora de su rechazo. En uno y otro caso, la frialdad y fealdad de la aritmética ha de revestirlas la izquierda de ideas y valores que dignifiquen la medida.

Ocurre, con todo, que la ansiedad asociada a un complejo de inferioridad que busca siempre situar al país entre los mejores torna las razones en falacias. Se ha dicho que nuestro súbito multilingüismo congresual nos iguala de golpe a avanzadas democracias como Bélgica, Canadá y Suiza. ¡Sorprendente! De ellas nos separa, más que nos iguala, el hecho de que, mientras España dispone de una lengua común, aquellos cuentan con varias territorialmente estancas sin que compartan ninguna. En Bélgica, los valones no entienden el flamenco y los flamencos ni saben ni quieren hablar en francés. En Canadá, el francés es única lengua oficial y «blindada» en la provincia de Quebec, mientras que en el resto del país la oficial es el inglés. Y en Suiza, alemán, francés e italiano son oficiales cada una en sus respectivos cantones. A falta de lengua común, no les cabe otra en la asamblea nacional que, o la imposición de una sobre las demás, o el multilingüismo. En España, en cambio, la Historia ha querido, guste o no, que el castellano haya devenido lengua común y la Constitución la ha declarado única oficial en todo el territorio. No cabe hablar de igualación a los más avanzados.

Los problemas de las lenguas han de resolverse más dentro que fuera de casa

Se trataría, por tanto, de ponderar, sin engañarnos con falacias, cuál de los dos modelos, el mono o el multilingüe, resulta más provechoso en nuestro caso. Prescindiendo de divagaciones constitucionales o identitarias que hoy no vienen al caso, la cuestión adquiere un sentido eminentemente práctico: qué es mejor para el correcto desarrollo de las funciones del Congreso y qué les conviene más a las diversas lenguas territoriales y a sus hablantes. Respecto del Congreso, no cabe duda de que el multilingüismo crea disfunciones. Perturba la inmediatez que es requisito indispensable en la comunicación, ocultando la voz y los tonos, timbres y volúmenes del orador que enriquecen o empobrecen el sentido de sus palabras y remitiendo a traducciones cuya fidelidad siempre podrá cuestionarse. Respecto de las lenguas y sus hablantes, más allá del dudoso plus de prestigio que ambos puedan obtener de la nueva práctica, pocas ventajas obtendrán de ella que redunden en su beneficio. De momento, ni la mayor unión entre los ciudadanos ni la igualdad de sus derechos estarán más aseguradas. A mí, al menos, me hace temer que se haya convertido en odioso, sin contrapartida alguna, lo que hasta ahora no pasaba de inocuo. Los problemas que arrastran nuestras lenguas territoriales han de resolverse más dentro que fuera de casa. Me lo decía un eminente y querido amigo euskaldun: «Lo que a mí me gustaría es poder hablar euskera en las reuniones de mi comunidad de vecinos». Entiéndase la metáfora. Y, por cierto, no he visto alborozo, sino callada indiferencia, en la comunidad euskaldun de mi tierra.