EDUARDO TEO URIARTE – 24/11/15
· Con el espíritu todavía perturbado, como lo estuvo aquel aciago 11 M, deberíamos ir volviendo la mirada hacia nuestras miserias políticas, cuyo síntoma más serio del desastre que padecemos lo constituye el secesionismo catalán, no sin antes hacer una mención a lo que ha sucedido en la capital de nuestra vecina República.
Santiago González apreciaba el hecho de que los hinchas, tras los atentados, saliesen del campo de futbol en medio del susto, pero con valor, cantando la Marsellesa. “Es otro nivel”, escribía, comparándolo con lo que aquí ocurrió. Porque aquí las masas, dirigidas por demagogos mediáticos, se empecinaron en la culpabilización de la derecha en un exceso de sectarismo que erosionó la convivencia política y puso desde entonces en crisis el sistema. En vez de potenciar la unidad frente a la agresión se manipuló el terrorismo para atacar al adversario electoral, se acusó del daño al compatriota, por lo que el sistema se debilitó, y el bipartidismo empezó su cuenta atrás pues fue sentenciado, no por Podemos y Ciudadanos, sino por los que decidieron sacar a los compañeros de las casas del pueblo.
No sólo se tuvo que soportar el peor atentado terrorista de nuestra historia, asistimos estupefactos al inicio de la voladura de la convivencia política creada en el 78, aunque luego ésta, a base de remiendos, pareciese pervivir. Sin embargo, en aquel momento surgieron las razones y discursos para potenciar un amplio movimiento antisistema cuyo origen reside en el socialismo español. De aquella manera, movilizando a la gente contra el PP más que contra los terroristas, un candidato sin talla suficiente, inesperadamente, pudo llegar a presidente del Gobierno tras manifestaciones orquestadas que acusaban de asesino a su predecesor. Luego vino un largo proceso de negociación con ETA, un Estatuto catalán inconstitucional, y una negación a la crisis económica que se cernía.
“Es otro nivel”, en Francia la izquierda es republicana, por consiguiente es patriota, canta con la derecha el himno nacional. La de aquí es anarquista, fue la primera en empezar a demoler a la II República – se cargaría la tercera si es que un día llegara-, y lleva tiempo cargándose lo actual. Hasta en su desgracia hay que admirar con sana envidia a los ciudadanos franceses y su republicanismo. Cualquier líder socialista español hubiera vuelto a llamar a la gente a la calle por la mitad de las medidas que adopta el Ejecutivo de Hollande contra el terrorismo yihadista si éstas las hubiera decidido la derecha de aquí. La reforma constitucional que propone el presidente Hollande sería tachada de reaccionaria, y su estrategia agresiva frente al terrorismo padecería la acusación de militarista. La suerte es que son propuestas del secretario general del PSF.
Lo de Francia aquí es inimaginable, máxime cuando apenas ha transcendido en la Asamblea Nacional crítica por lo ocurrido, a pesar del antecedente cercano del atentado a Charlie Hebdo. La diferencia reside en que Francia en una república, Hollande y el PSF son republicanos, y el socialismo español desde ZP es puro nihilismo. Por eso es reconfortante para alguien, que a pesar de la izquierda se sigue considerando de cultura de izquierdas, ver el republicanismo en función, el patriotismo constitucional en marcha, la fuerza de la nación en ejercicio.
Es evidente que una cultura republicana no hubiera permitido capítulos tan desestabilizadores como el soberanismo de Ibarretxe, o el aún más grave de la declaración de independencia por el Parlamento catalán. No por la aplicación de medidas coercitivas, sino porque su cultura política es incompatible con concesiones políticas regionales, uno de los cánceres más serios contra el igualitarismo, pues las identidades territoriales hacen ciudadanos de primera y de segunda. La igualdad republicana obvió los particularismos regionales que por tenerlos los tiene como en España. Aquí tras la dictadura se quiso conducir el proceso de cohesión democrática, y evitar riesgos de separatismo, a base de concesiones a los separatistas. Éstas consistían en diferenciaciones, exaltaciones localistas, sacralizaciones de lenguas autóctonas, lo que a la larga, alcanzado el techo autonómico, en vez de cimentar la convivencia impulsó el secesionismo en Cataluña y Euskadi, además de ridículas ideologías localistas en otras autonomías. La posibilidad de actualización mediante la Constitución de viejas reivindicaciones en manos nacionalistas, la posibilidad de congeniar tradicionalismo y modernidad, se ha agotado, ha fracasado, enfrentándonos hoy a la secesión.
Y, sin embargo, después de los disparates cometidos por el secesionismo catalán, ya hay quien considera que hay que dialogar e incluso realizar más concesiones para acomodar el nacionalismo catalán en España, en vez de dejar que se cueza una temporada en su propia salsa. No se dan cuenta que ha sido precisamente el trato de concesiones al nacionalismo lo que ha hecho nacionalista a esas comunidades, fomentado la fuga del sistema. Que cada concesión no servia para, con lealtad, llegar a acuerdos, sino para convertirse en una nueva plataforma desde donde reclamar otro nuevo paso hacia la separación.
Ya se comprueba como certeza: fue un fallo querer aunar tradicionalismo y modernidad en nuestro sistema territorial, aunque con lealtad constitucional se hubiera aguantado en esa difícil síntesis. Pero si deslealtad hemos visto en los socialistas, la deslealtad de los nacionalistas ha sido total. El resultado final ha sido un régimen de organización territorial pre-liberal que permitía, en función de discursos étnicistas e historicistas, la acumulación de poder en manos de unas selectas minorías locales abocadas a la independencia. No sólo el nacionalismo quería la independencia, es que un sistema territorial de autonomía política sin límite, sin las obligaciones federales de las partes en la unión, promueve la secesión.
No se dan cuentan que no hay manera de acomodar, de dar satisfacción al nacionalismo, puesto que el nacionalismo siempre está insatisfecho. En todo caso lo que hay que acomodar es a Cataluña, y esto no se hace, sino al revés, mediante más concesiones nacionalistas. Por ese comportamiento ya conocido lo que se favorece es al nacionalismo, y éste acaba en secesión. El acomodo sería en sentido contrario. Las actuaciones en todo caso serían para Cataluña, no para reforzar el nacionalismo, y por serlo para Cataluña deben ser en el sentido contrario a las realizadas. Miren el éxito de Ciudadanos en Cataluña, hablando desde la democracia española, desde la unidad e igualdad política, no intentando seducir a los que no se dejan ser seducidos, sino enfrentándose a ellos.
Porque, si el problema catalán parece perpetuo –lo que hay que “conllevar” que diría Ortega- es porque nadie se ha preocupado en que desaparezca. A unos y a otros, derechas e izquierdas, les pareció útil en su dialéctica por el poder la existencia de nacionalismos, y les otorgaron en virreinato Cataluña o Euskadi, como si dicho lugares no fueran patria también de ciudadanos que no son nacionalistas. O como si Cataluña y Euskadi no formara parte sentimental y vital del resto de los españoles, como si les fuera algo ajeno, lo que demuestra la interiorización del nacionalismo por el PSOE y el PP. Aunque quiera mucho a París hubiera sentido mucho más cercana la afrenta y el terror si los atentados hubieran sido en las Ramblas, porque por muy desagradables que sean los nacionalistas de cada sitio, Cataluña forma parte de mis sentimientos y de mi vida aunque no sea catalán. Forma parte de mi vida por ser español.
La carencia de republicanismo, o lo que puede ser peor, de toda cultura política, llevó a la izquierda a asumir el nacionalismo periférico como positivo, e incluso como parte de su propio ideario, mediante el uso de eso tan poco racionalista como es la memoria histórica. Una memoria que, por las vicisitudes padecidas durante la guerra civil y la dictadura, edulcoraba los sectarios comportamientos de los nacionalismos, y acababa seduciendo y atrayendo hacia él a la izquierda. Y la derecha -junto con la izquierda- fue atraída en las oportunidades que el nacionalismo otorgaba a la creación de un nuevo caciquismo local del que intentaba formar parte.
La izquierda no se ha dado cuenta que en las concesiones al nacionalismo no sólo pone en riesgo los valores de unidad, solidaridad y fraternidad que le son esenciales, sino que liquida en la política a favor del nacionalismo a su propio partido, como ha pasado en Cataluña. Por eso cuando se comprende en exceso el nacionalismo se pasa inmediatamente a justificarlo, de ahí se le favorece a continuación todo lo posible, y así no sólo se potencia el nacionalismo, sino que se autoinmola el propio socialismo español.
Por el contrario, ya que en la nueva fase política en la que entramos, donde el bipartidismo desaparece, sería positivo inaugurar la nueva etapa con una reforma constitucional, este sería el momento de constituir un sistema político federal en el que todas las autonomías fueran iguales, y en la que estuviera reglada su participación en la gobernabilidad del conjunto de la unión. Es decir, ofrecer una organización federal a la alemana o norteamericana. No, como nos tememos, siguiendo los gustos frívolos de una izquierda sin pasado jacobino, seguir profundizando la descentralización de fundamento tradicionalista (que es lo de ahora, descentralización al viejo estilo austriaco), que confunde federalismo con confederalismo. Pero qué vamos a esperar, el socialismo catalán, por no ser republicano, quedó prácticamente engullido por el nacionalismo, y el vasco va camino de serlo en su papel de monaguillo parroquial. La reforma la tendrán que traer otros.
La importancia del nacionalismo periférico es simplemente un mito resultado de una política desplegada desde la Transición por los viejos partidos nacionales, PSOE Y PP. Un política de fundamento democrático, igualitarista, de concepciones nacionales claras, como lo está demostrando Ciudadanos, puede minimizar la aparente fuerza de los nacionalismos periféricos. El problema es fácil de solucionar: simplemente seamos un poquito franceses.
Eduardo Uriarte Romero