Mikel Buesa La Razón
Resulta imprescindible sacar el debate del ámbito de los jurisconsultos para meterlo en el embarrado terreno de la economía y la sociología
La aceptación por el «Parlament» de una iniciativa popular para declarar la independencia de Cataluña ha remachado otra vez el asunto de la secesión de esa Comunidad Autónoma. Inmediatamente la discusión política se ha centrado en la inconstitucionalidad de tal declaración, obviándose todo lo demás. Pero es precisamente esto último lo relevante, pues la secesión no es una cuestión jurídica sino una cuestión de hecho que podrá ser exitosa o no, dependiendo de las circunstancias. Por eso, el debate debería centrarse en las ventajas o inconvenientes que podrían derivarse de tal acontecimiento. Las primeras, son obvias y se manifiestan en la satisfacción que los independentistas pueden experimentar, sublimando así sus aspiraciones inveteradas. Sin embargo, lo malo está en los segundos, acerca de los cuales sólo se pueden hacer ejercicios prospectivos teniendo en cuenta la experiencia de otros territorios que llegaron primero.
En Europa tenemos unos cuantos ejemplos de procesos secesionistas desde hace algo más de tres décadas, todos ellos vinculados al desmoronamiento del sistema comunista tras la caída del Muro de Berlín. Estos casos han sido estudiados detenidamente por diferentes economistas que han comprobado que siempre –incluso en la más pacífica separación de Chequia y Eslovaquia tras el «Divorcio de Terciopelo»– se produjeron caídas importantes de la actividad productiva, fruto principalmente del retraimiento de las relaciones económicas al erigirse nuevas fronteras. Es lo que llamamos el «efecto frontera», que desemboca en reducciones del PIB y del comercio exterior muy difíciles de revertir, aunque no imposible si se tiene la paciencia de esperar un tiempo que generalmente se mide en décadas. En el caso catalán, a ello se añadiría su conversión en un paria internacional, al quedar excluido de los tratados que vinculan a España con entidades tan importantes como la Unión Europea –incluida la Unión Monetaria–, Naciones Unidas o la Organización Mundial del Comercio, con lo que sus dificultades económicas se multiplicarían. Puede ser que los catalanes –o los vascos, como declaró en su día Xabier Arzalluz– estén dispuestos a asumir el coste asociado a su empobrecimiento, pero habría que comprobarlo antes de embarcarse en la secesión. Por eso, resulta imprescindible sacar el debate del ámbito de los jurisconsultos para meterlo en el embarrado terreno de la economía y la sociología.