EL PROYECTO secesionista pasa por su peor momento. La movilización ciudadana acusa el cansancio de tantos años estériles: Artur Mas llegó a juicio acompañado de una manifestación tan inmoral como fracasada; y parece que el secesionismo tenga que parasitar otros objetivos políticos, como el de la acogida a los refugiados, para mantener su presencia en las calles. El Estado, tras su primera reacción perpleja y torpe, ha empezado a actuar jurídica y políticamente. Mas y dos de sus consejeras han sido juzgados y es probable que tengan que hacer frente a una condena. Y la posibilidad de que la autonomía entre en una grave crisis institucional, si el Gobierno Puigdemont convoca un referéndum, ya está en boca de ministros que en el pasado defendían el 9-N como un ejercicio de libre expresión. La política española discurre por una relativa estabilidad, después de los dramáticos paréntesis postelectorales, y la situación económica ya no actúa como banderín de enganche de cualquier actividad contra el sistema.
Pero hay esperanza.
Aquel movimiento naïf de domingos por la tarde (hay literatura de domingos por la tarde como hay política), colorista y hasta plácido, aquella simpática xenofobia que ha sido la base de su éxito, concita hoy una respuesta endurecida. Ya no es la disidencia interior, sino la mirada exterior, la que identifica la secesión catalana como uno de los peligros de la época, junto a Trump, el Brexit, Le Pen y otros innobles aliados del antisistema. El secesionismo ha tenido que atender, estupefacto, a la siniestra imagen que le devuelve el espejo. Esa alianza de indeseables es su esperanza. Si la caída del comunismo llevó entonces a los nacionalistas a la fulgurante tentación de equipararse con las provincias bálticas soberanas («abans que la Bàltica es glaci» desvariaba Pujol en sus sueños húmedos), la destrucción del proyecto europeo es ahora su impresionante esperanza. Los nacionalistas catalanes están en manos de Wilders, Le Pen o Grillo y en la suerte electoral que corran. Unas compañías con las que ya estaban familiarizados tras su alianza con la Cup, la cutre versión local del antisistema.
Ningún movimiento secesionista ha triunfado nunca sin una clave externa favorable. De ahí que solo el estiércol de Europa pueda alimentar su improbable primavera.