MIKEL BUESA, LIBERTAD DIGITAL 02/04/14
· La sentencia del Tribunal Constitucional en la que se anula la apelación a la soberanía del pueblo de Cataluña que, en enero de 2013, aprobó el Parlamento de esa región, y se concluye que «en el marco de la Constitución una Comunidad Autónoma no puede unilateralmente convocar un referéndum de autodeterminación para decidir sobre su integración en España», ha situado la cuestión de la secesión catalana dentro del ámbito doctrinal reconocido por el derecho internacional.
El TC ha señalado, en efecto, que el derecho a decidir puede ser defendido sin conculcar el ordenamiento jurídico, pues nuestra Constitución no exige «una adhesión positiva a la norma fundamental», aunque sólo podrá ser ejercido si previamente ésta se modifica para darle cabida siguiendo los procedimientos establecidos en ella. Más aún, la sentencia le recuerda a la cámara legislativa catalana «que tiene reconocida por la Constitución la iniciativa de reforma constitucional» y que si la ejerciera «el Parlamento español deberá entrar a considerarla».
El derecho internacional sitúa la cuestión de la secesión en una orientación similar a la asentada por la doctrina constitucional española. El reciente libro sobre El derecho de secesión en la Unión Europea, de Manuel Medina Ortega -catedrático de la Universidad Complutense y, en su momento, político socialista-, lo deja muy claro. Su análisis destaca que, aunque la resolución 1574/XV de la Asamblea General de Naciones Unidas, adoptada en 1960, «proclamó el derecho a la libre determinación de todos los países y territorios sometidos a la dominación (…) colonial», esa misma organización estableció diez años después, en la resolución 2625/XXV, la garantía del «derecho de los Estados a mantener su soberanía y su integridad territorial», de manera que se rechaza ahora el derecho de cualquier minoría, etnia, región, nacionalidad, nación o pueblo a adquirir la independencia mediante declaraciones o actos unilaterales.
En definitiva, señala el profesor Medina Ortega, «la secesión de una parte de un Estado (…) se rige por el derecho interno de ese Estado», de manera que las declaraciones unilaterales de independencia «no merecen el reconocimiento jurídico de la comunidad internacional».
Sin embargo, los casos reales de secesión que se han sucedido a lo largo del último medio siglo, una vez concluido el proceso de descolonización, no siempre han respondido a las prescripciones jurídicas internacionales. Es cierto que algunos de ellos se han producido en el marco de acuerdos entre las partes concernidas, de manera que los Estados emergentes fueron rápidamente reconocidos. Los ejemplos de Singapur -separado de la Federación de Malasia en 1965-, Timor Oriental -reconocido por Indonesia en 2002- o el Cantón suizo del Jura -segregado del de Berna en 1979-, así como la disolución de la antigua Checoslovaquia, en 1993, y la desintegración de la Unión Soviética, dos años antes, son de esa naturaleza, aunque no constituyen la regla.
En efecto, las secesiones envueltas en procesos de violencia han sido muy frecuentes. Recordemos, por ejemplo, que Eritrea logró separarse de Etiopía en 1993 tras una década de conflicto armado; o que Sudán del Sur llegó a un acuerdo de segregación con Sudán en 2011 tras varios decenios de guerra civil; o que la independencia de la mayor parte de las repúblicas yugoslavas se vio envuelta en sucesivas guerras durante la última década del siglo pasado. En ocasiones, esos procesos bélicos se desarrollaron con el auxilio de una potencia exterior. Es lo que ocurrió en 1921 con Mongolia, separada de China tras la intervención soviética; o con Bangladesh, medio siglo más tarde, tras la intromisión de la India en apoyo de su secesión con respecto a Pakistán; o más recientemente con Bosnia-Herzegovina y con Kosovo, donde fue relevante la participación de la OTAN impulsada por Estados Unidos y algunos de los miembros de la Unión Europea; y hace pocas semanas con Crimea y la ayuda de Rusia, aunque en este caso sin que la guerra haya llegado a declararse.
Claro que la guerra, incluso cuando ha sido virulenta, no siempre ha dado el resultado apetecido por las fuerzas políticas separatistas. El ejemplo de Biafra, cuya independencia apenas se mantuvo durante tres años -entre 1967 y 1970- y fue sangrientamente reprimida por el gobierno de Nigeria, es bien elocuente; como lo es también el de los Tigres Tamiles, en este caso apoyados militarmente por India, que tras casi un cuarto de siglo de guerra terrorista fueron derrotados por el ejército de Sri Lanka, impidiéndose así la creación del Estado Tamil en la península de Jaffna. Y a estos casos se suman algunos más, a veces con la intervención de fuerzas de otros países, llegadas en auxilio del Estado afectado para reprimir a los grupos separatistas, como ocurrió en la Isla de la Unión cuando intentó separarse de San Vicente y Granadinas en 1979; en el Tíbet y Sinkiang, que han tratado de desligarse de China; en el de la Isla de Bougainville, entre 1990 y 1993, al pretender su secesión de Papúa-Nueva Guinea; o en el de la Isla de Santo, cuyo intento de independencia con respecto a Vanuatu (Nuevas Hébridas) fue reprimido en 1982 por una tropa conjunta de Francia y el Reino Unido.
Todo esto deja claro que, en los tiempos actuales, cuando el derecho internacional ha establecido su preferencia por la estabilidad de los Estados ya reconocidos, aunque las secesiones son posibles, su viabilidad es incierta. Los casos de éxito han venido de la mano de la guerra como procedimiento para imponer la voluntad de los independentistas frente al Estado del que querían segregarse, con la particularidad de que, casi siempre, la victoria ha requerido el apoyo y el compromiso de una potencia exterior, de un padrino con capacidad para hacer aceptable la excepción entre los miembros establecidos de la comunidad internacional -aunque no siempre con fortuna, como revela el hecho de que Kosovo aún no haya sido admitido en la ONU-. Y también están las poco frecuentes secesiones pacíficas, fruto de acuerdos y complicidades hilvanados entre fuerzas políticas capaces de respetarse entre sí y de encontrar las vías institucionales de la ruptura sin que, por ello, tuviera que desmoronarse el Estado fraccionado.
Cuando observamos a los nacionalistas catalanes tratando de imponer su separación de España por la vía de los hechos consumados, ajenos a las prácticas democráticas por mucho que se quiera identificar a éstas con la realización de consultas populares de imposible legalidad, parece que nada se ha aprendido de la experiencia internacional. Por ello, creo que hay que dar la bienvenida al pronunciamiento del Tribunal Constitucional, a la vez que se insta a los partidos concernidos en la tarea de la independencia a emprender el laborioso camino de lograrla sin violencia. Si no, será la guerra.
MIKEL BUESA, LIBERTAD DIGITAL 02/04/14
La sentencia del Tribunal Constitucional en la que se anula la apelación a la soberanía del pueblo de Cataluña que, en enero de 2013, aprobó el Parlamento de esa región, y se concluye que «en el marco de la Constitución una Comunidad Autónoma no puede unilateralmente convocar un referéndum de autodeterminación para decidir sobre su integración en España», ha situado la cuestión de la secesión catalana dentro del ámbito doctrinal reconocido por el derecho internacional. El TC ha señalado, en efecto, que el derecho a decidir puede ser defendido sin conculcar el ordenamiento jurídico, pues nuestra Constitución no exige «una adhesión positiva a la norma fundamental», aunque sólo podrá ser ejercido si previamente ésta se modifica para darle cabida siguiendo los procedimientos establecidos en ella. Más aún, la sentencia le recuerda a la cámara legislativa catalana «que tiene reconocida por la Constitución la iniciativa de reforma constitucional» y que si la ejerciera «el Parlamento español deberá entrar a considerarla».
El derecho internacional sitúa la cuestión de la secesión en una orientación similar a la asentada por la doctrina constitucional española. El reciente libro sobre El derecho de secesión en la Unión Europea, de Manuel Medina Ortega -catedrático de la Universidad Complutense y, en su momento, político socialista-, lo deja muy claro. Su análisis destaca que, aunque la resolución 1574/XV de la Asamblea General de Naciones Unidas, adoptada en 1960, «proclamó el derecho a la libre determinación de todos los países y territorios sometidos a la dominación (…) colonial», esa misma organización estableció diez años después, en la resolución 2625/XXV, la garantía del «derecho de los Estados a mantener su soberanía y su integridad territorial», de manera que
se rechaza ahora el derecho de cualquier minoría, etnia, región, nacionalidad, nación o pueblo a adquirir la independencia mediante declaraciones o actos unilaterales.
En definitiva, señala el profesor Medina Ortega, «la secesión de una parte de un Estado (…) se rige por el derecho interno de ese Estado», de manera que las declaraciones unilaterales de independencia «no merecen el reconocimiento jurídico de la comunidad internacional».
Sin embargo, los casos reales de secesión que se han sucedido a lo largo del último medio siglo, una vez concluido el proceso de descolonización, no siempre han respondido a las prescripciones jurídicas internacionales. Es cierto que algunos de ellos se han producido en el marco de acuerdos entre las partes concernidas, de manera que los Estados emergentes fueron rápidamente reconocidos. Los ejemplos de Singapur -separado de la Federación de Malasia en 1965-, Timor Oriental -reconocido por Indonesia en 2002- o el Cantón suizo del Jura -segregado del de Berna en 1979-, así como la disolución de la antigua Checoslovaquia, en 1993, y la desintegración de la Unión Soviética, dos años antes, son de esa naturaleza, aunque no constituyen la regla.
En efecto, las secesiones envueltas en procesos de violencia han sido muy frecuentes. Recordemos, por ejemplo, que Eritrea logró separarse de Etiopía en 1993 tras una década de conflicto armado; o que Sudán del Sur llegó a un acuerdo de segregación con Sudán en 2011 tras varios decenios de guerra civil; o que la independencia de la mayor parte de las repúblicas yugoslavas se vio envuelta en sucesivas guerras durante la última década del siglo pasado. En ocasiones, esos procesos bélicos se desarrollaron con el auxilio de una potencia exterior. Es lo que ocurrió en 1921 con Mongolia, separada de China tras la intervención soviética; o con Bangladesh, medio siglo más tarde, tras la intromisión de la India en apoyo de su secesión con respecto a Pakistán; o más recientemente con Bosnia-Herzegovina y con Kosovo, donde fue relevante la participación de la OTAN impulsada por Estados Unidos y algunos de los miembros de la Unión Europea; y hace pocas semanas con Crimea y la ayuda de Rusia, aunque en este caso sin que la guerra haya llegado a declararse.
Claro que la guerra, incluso cuando ha sido virulenta, no siempre ha dado el resultado apetecido por las fuerzas políticas separatistas. El ejemplo de Biafra, cuya independencia apenas se mantuvo durante tres años -entre 1967 y 1970- y fue sangrientamente reprimida por el gobierno de Nigeria, es bien elocuente; como lo es también el de los Tigres Tamiles, en este caso apoyados militarmente por India, que tras casi un cuarto de siglo de guerra terrorista fueron derrotados por el ejército de Sri Lanka, impidiéndose así la creación del Estado Tamil en la península de Jaffna. Y a estos casos se suman algunos más, a veces con la intervención de fuerzas de otros países, llegadas en auxilio del Estado afectado para reprimir a los grupos separatistas, como ocurrió en la Isla de la Unión cuando intentó separarse de San Vicente y Granadinas en 1979; en el Tíbet y Sinkiang, que han tratado de desligarse de China; en el de la Isla de Bougainville, entre 1990 y 1993, al pretender su secesión de Papúa-Nueva Guinea; o en el de la Isla de Santo, cuyo intento de independencia con respecto a Vanuatu (Nuevas Hébridas) fue reprimido en 1982 por una tropa conjunta de Francia y el Reino Unido.
Todo esto deja claro que, en los tiempos actuales, cuando el derecho internacional ha establecido su preferencia por la estabilidad de los Estados ya reconocidos, aunque las secesiones son posibles, su viabilidad es incierta. Los casos de éxito han venido de la mano de la guerra como procedimiento para imponer la voluntad de los independentistas frente al Estado del que querían segregarse, con la particularidad de que, casi siempre, la victoria ha requerido el apoyo y el compromiso de una potencia exterior, de un padrino con capacidad para hacer aceptable la excepción entre los miembros establecidos de la comunidad internacional -aunque no siempre con fortuna, como revela el hecho de que Kosovo aún no haya sido admitido en la ONU-. Y también están las poco frecuentes secesiones pacíficas, fruto de acuerdos y complicidades hilvanados entre fuerzas políticas capaces de respetarse entre sí y de encontrar las vías institucionales de la ruptura sin que, por ello, tuviera que desmoronarse el Estado fraccionado.
Cuando observamos a los nacionalistas catalanes tratando de imponer su separación de España por la vía de los hechos consumados, ajenos a las prácticas democráticas por mucho que se quiera identificar a éstas con la realización de consultas populares de imposible legalidad, parece que nada se ha aprendido de la experiencia internacional. Por ello, creo que hay que dar la bienvenida al pronunciamiento del Tribunal Constitucional, a la vez que se insta a los partidos concernidos en la tarea de la independencia a emprender el laborioso camino de lograrla sin violencia. Si no, será la guerra.