MANUEL MONTERO-El Correo

  • Nuestro pluralismo cristaliza en compartimentos estancos. La convivencia ha dejado de ser un valor colectivo, la sustituye el afán por imponer la visión propia

El pluralismo es la composición de cualquier sociedad, que, a poco que puede, tiende a diversificarse ideológicamente. Los paraísos monodoctrinales -un país sin izquierdas, por ejemplo- no existen ni son paraísos: la utopía infernal. Otrosí: la idealización progre de la Segunda República la identifica con un régimen monopolizado por la izquierda, lo que considera admirable. De ahí el repelús que provoca parte de nuestro republicanismo actual, en pos de un secarral político en el que no haya disconformes o se les prive de la posibilidad de acceder al poder.

El pluralismo suele molestar, sea porque se añora la sociedad tradicional entendida como una homogeneidad, sea por la creencia en paraísos imaginarios, basados en la uniformidad identitaria o en el aguillotinamiento del diferente. Buena parte de nuestros discursos se basan en la idea de que el conflicto -gestado por la división de opiniones- es una malformación, no la forma habitual de la vida en sociedad, pues el conflicto de intereses sociales es la base de la competencia entre partidos y de la vida política democrática. En realidad, aquí se añora que desaparezca la competencia. Que desaparezcan los vascos que no son nacionalistas, pongamos por ejemplo. Somos plurales, pero con aspiraciones de singulares.

Por eso, nuestro pluralismo resulta peculiar. Deriva en segmentación ideológica, cristalizando en compartimentos estancos, cerrados en sí mismos, cada uno con visiones completas del mundo, aprehendidas de modo acrítico como bloques compactos. Por ejemplo, si alguien dice «en este Estado seguimos teniendo una democracia de baja calidad», la frase nos informa de múltiples cosas. Sabemos que el interlocutor es nacionalista radical y/o de ultraizquierda, receloso de la Transición y de la democracia formal o burguesa. También sabemos qué piensa el interlocutor de las centrales nucleares, de los desahucios, seguramente de la política de cantera… Y de Israel y el Sáhara. Y está a la búsqueda del argumento que culpe a Estados Unidos, a la OTAN y a la Unión Europea de la guerra de Ucrania. Todo en una breve frase.

La segmentación deriva en la incompatibilidad. Nuestras ideologías no tienen continuidades entre sí, puntos de encuentro, sino zanjas que las separan, muros que les evitan roces. Forman islotes, cada uno con la pretensión de formar todo un mundo, con ideologías omnicomprensivas, autosuficientes y cerradas. Son acríticas y tienen respuesta para todo, sea ‘no a la guerra’ o ‘ni vencedores ni vencidos’. Todos sabemos el sentido. Las frasecitas de marras sobre todo señalan al enemigo.

Las ideologías tienen tendencia a la vanagloria y creen que las doctrinas/isla que conforman el pluralismo no son equiparables, hijas de la misma familia, sino que algunas son correctas y otras erróneas. Menos las propias, se considera que las demás versiones del pluralismo son expresiones espurias. Introducen la consideración ética, la pretensión de superioridad moral, que implica la idea de ideología buena/ideología mala. Nosotros perseguimos ideales, ellos tienen intereses.

La intención (y la identidad) lo disculpa todo. Los nuestros actúan con buenas intenciones, los otros no. Nuestra idea, correcta, no puede equivocarse, salvo error. Si tienen alguna falla, no es reprochable, sino comprensible. Disculpable siempre. Lo anterior no se aplica a la otra parte del segmento, malintencionada y de concepción torpe. La intención es lo que cuenta.

Si uno de los nuestros desvía millones para apoyar a organizaciones de las nuestras, lo hizo para impulsar transformaciones sociales. Si uno de los nuestros cobró una beca sin cumplir con las obligaciones se debió a que no tenía más recursos y a nadie debe extrañar que el dinero público sirva también para financiar la transformación social, bastante han robado los de siempre. Si alguno de los nuestros recibe un sobre es para compensar sus esfuerzos, que están mal pagados si se compara con lo que ganaría en el sector privado.

La segmentación genera distintas varas de medir.

La segmentación lleva implícita una enorme agresividad interna. No se proyectan propuestas capaces de arrastrar a toda la sociedad ni de superar el foso intermedio. Al contrario, se rehúyen formulaciones de alcance general, no sea que se mosqueen los propios. No se buscan consensos ni acuerdos, salvo para caer juntos sobre algún enemigo común, pues los odios unen mucho.

La convivencia ha dejado de ser un valor colectivo. La sustituye el afán por la victoria, esto es, imponer la visión propia. Exige la derrota del contrario, circunstancia derivada pero distinta. La derrota ha de ser rotunda, mejor en la forma de trágala: no se trata solo de ganar, sino de humillar. Que se note el desprecio ideológico por el adversario y que está en el lado malo de la historia.