SANTIAGO GONZÁLEZ-EL MUNDO

La segunda votación para la investidura de Pedro Sánchez terminó como la primera, con el rotundo fracaso que se correspondía con los esfuerzos del candidato. No ha conseguido más que los 123 votos de su grupo y el solitario voto del hombre de Revilla en el Congreso. Los 89 días transcurridos desde las elecciones generales se le han pasado haciendo tontas proclamas sobre la necesidad de ser apoyado universalmente a la Presidencia del Gobierno. Él tenía un socio preferente que era Pablo Iglesias, un apoyo necesario, pero no suficiente. Para el resto hacía un cálculo simple que exponía con facundia extraordinaria al PP y a Ciudadanos: absténganse para que yo pueda salir en segunda votación. Si no, tendré que apoyarme en los separatistas y Bildu, ustedes verán.

Sánchez recordó a Iglesias sus palabras del lunes: «Me dijo que no sería presidente del Gobierno sin su apoyo. Y le digo que si para ser presidente del Gobierno tengo que renunciar a mis principios, no lo seré». Eso es una aporía y no la de Aquiles y la tortuga, porque todos los principios del doctor Sánchez se resumen en uno: ser presidente del Gobierno a cualquier precio.

En su discurso rebajó considerablemente las aspiraciones del marqués de Galapagar, al reprocharle que en sus filas no hay gente con experiencia de gestión: «No se puede poner Hacienda en manos de gente que no ha gestionado nunca». O sea, exactamente el caso de María Jesús Montero, licenciada en Medicina, que ejerció de consejera de Salud en Andalucía, hasta que la caída de la titular de Hacienda, Carmen Martínez Aguayo, en 2013 por el fraude de los ERE, la llevó a sustituirla. Y de ahí a ministra. Por cierto, que la formación de Martínez Aguayo era también licenciada en Medicina, y su gestión de la Hacienda andaluza tan inexistente como la de su sustituta.

La propia experiencia del candidato no permite hacerse ilusiones. Mi querido Joaquín Leguina, un socialista de los de antes, lo definió con una frase maestra: «Entre todos los dirigentes actuales de mi partido no suman seis meses de cotización a la Seguridad Social». El propio Sánchez, por citar otro ejemplo. O su esposa, que asistió a las sesiones de investidura en dos días que deberían ser laborables en el Instituto de Empresa.

Es difícilmente objetable el reproche de Pedro Sánchez a Pablo Iglesias, que su portavoz, Ni-niLastra, repitió aplicadamente en su discurso final dos veces: «Esta es la segunda vez que impide usted un Gobierno socialista». Lo que pasa es que llegados a este punto hay que sacar conclusiones. Las exponía hace años en mi blog alguien que firmaba como Anaxágoras, de identidad desconocida para mí: «Si me engañas una vez, la culpa es tuya; si me engañas dos veces, la culpa es mía». Al doctor Calamidad le queda aún una esperanza, con la que remataba el bloguero su argumento: Esperar a que Pablo Iglesias le engañe tres veces y entonces, irremediablemente, la culpa será toda del PP.

He seguido con atención todo el proceso de la fallida investidura y solo hay una cosa que no entiendo: que tantos españoles consideren un bien de Estado inaplazable un Gobierno de coalición entre el PSOE y Podemos. Es mejor que Sánchez se vaya apañando con los presupuestos de Rajoy.