JAVIER ZARZALEJOS-EL CORREO
- Que el Gobierno corra todos los riesgos que quiera pero no tiene derecho a poner en entredicho la reputación de España como democracia plena
Para el presidente del Gobierno, la sentencia del Tribunal Supremo sobre el ‘procés’ se correspondía con un tiempo de venganza que había que superar con los indultos mientras despachaba al Tribunal de Cuentas tildándolo despectivamente de «órgano administrativo». Luego, la ministra de Defensa, magistrada ella, se ha sumado a la fiesta al acusar al Tribunal Constitucional de carecer de sentido de Estado y calificar su sentencia declarando la nulidad del confinamiento mediante el estado de alarma de «elucubraciones doctrinales». El Gobierno no se anda con chiquitas a la hora de arremeter contra la Justicia, ya sea la ordinaria, la constitucional o la contable, cuando esta se interpone en sus deseos.
Con eso no sólo descalifica la actuación de los tribunales -que es algo bien distinto a criticarla- sino que envía un mensaje perverso a los que se sientan obligados a fallar en contra de los dictados del equipo gubernamental. No es la primera vez que me refiero al riesgo que este Gobierno supone para la independencia de los jueces y el deterioro a que está sometiendo al Estado de Derecho. Su abuso de la legislación de excepción ha quedado patente con la sentencia del Tribunal Constitucional y es bastante probable que el último estado de alarma de seis meses siga la misma suerte de inconstitucionalidad si la renovación de los magistrados que corresponde nombrar al Gobierno -como éste espera- no lo remedia.
Sigue subiendo la cuenta de decretos leyes hasta casi cien, y no, nada tenía que ver con la pandemia hacer a Pablo Iglesias e Iván Redondo miembros de la comisión de control del CNI ni incorporar a la Seguridad Social el régimen de clases pasivas de los funcionarios, como también ha declarado el Tribunal Constitucional anulando estas previsiones de anteriores decretos leyes por falta de justificación de la «extraordinaria y urgente necesidad» que legitima recurrir a este instrumento legislativo excepcional. O qué decir de la cacofonía jurídica que se está produciendo en la decisión sobre las restricciones que los gobiernos autonómicos quieren imponer y de la que el Gobierno pasa sin rubor porque, a pesar de que lo han dicho todas las instancias jurídicas y judiciales imaginables, Sánchez sigue negando que sea necesaria una legislación específica de pandemias.
Y en esto llegó Didier Reynders, el comisario europeo de Justicia, presentando el segundo informe sobre Estado de Derecho en los países miembros de la Unión. Y resulta que no todo es Polonia y Hungría, sino que en España tenemos problemas de alguna envergadura -«desafíos» los llama en el lenguaje que se utiliza en esta ocasiones- y tienen que ver, entre otros, con el Consejo General del Poder Judicial, que no es sólo que se encuentre pendiente de renovación, sino que responde a un modelo de elección que no es compatible con los estándares europeos que han definido la propia Unión y la Comisión de Venecia del Consejo de Europa. El informe se felicita de que se haya retirado la proposición de ley que presentaron los socialistas y Podemos para rebajar la mayoría necesaria para la elección de los miembros del Consejo -una afirmación que lo dice todo- e insiste en la reforma pendiente según el principio de que al menos la mitad de los miembros de estos órganos de gobierno de la magistratura tienen que ser jueces de todas las categorías elegidos por jueces.
Pero Reynders ha dicho más, porque su informe ha venido aderezado con una jugosa entrevista en la que el comisario, belga para más señas, recuerda que es la segunda vez que la Comisión se pronuncia al respecto y que, si bien es partidario del diálogo, el asunto puede acabar en el Tribunal de Justicia de la Unión. Eso ya son palabras mayores.
¿Cuál ha sido la respuesta del Gobierno? Primero, en una lectura airada del informe, negar que lo que dice la Comisión tenga nada que ver con ellos y que no hay nada que reformar en el Consejo, sólo nombrar nuevos miembros. Segundo, sí, echar la culpa al PP y redoblar la presión sobre el primer partido de la oposición con acusaciones como la de tener secuestradas las instituciones.
Cambian los ministros pero la arrogancia de este Gobierno permanece, una arrogancia avinagrada y miope que ya le ha costado algún revolcón notable y que, de mantenerla, se traducirá en fracasos más graves. Que el Gobierno corra los riesgos y el desprestigio que quiera, pero a lo que no tiene derecho es a poner en entredicho la reputación de España como democracia plena, ni a convertir el crédito de nuestro país en rehén de sus pulsiones más autoritarias.