ANTONIO RIVERA-EL PAÍS

  • Si la memoria democrática no se comparte mínimamente, ni es memoria, ni es democrática

En la cultura política de la izquierda española moderna se produce una cesura a comienzos del siglo XXI que deja atrás el tiempo anterior de la Transición. Hasta la llegada al poder del socialista José Luis Rodríguez Zapatero, en 2004, su partido se había movido en los valores y objetivos materialistas; desde él, en consonancia con lo que ocurría en otros lugares y con la propia transformación de las sociedades postindustriales, cobraron protagonismo los posmaterialistas (identidad, realización personal). Pero más allá de ello, se advierte una mutación que afecta a la trascendencia: los antiguos parecían tener convicciones arraigadas y los modernos parecen tener unas que, si no les gustan, pueden cambiarse por otras. Quizás porque los gobiernos de Felipe González tuvieron aseguradas mayorías plácidas no se veían obligados a cambiar demasiados cromos, pero desde Zapatero hemos visto cómo, para conservar el poder, cualquier principio puede ser sorteado, cualquier seña de identidad o interés de tu base social canjeada por los apoyos precisos para sacar una ley o un presupuesto. La política nunca se había hecho tan práctica, a la vez que inconsistente.

La manera de expresarse la inconsistencia y la permanencia en el poder a costa de lo que sea es la extravagancia en los acuerdos y en el signo de las alianzas. La última de ellas ha sido la trabada para sacar adelante el Proyecto de Ley de Memoria Democrática. Resulta extraño hacerlo sin la anuencia de la otra mitad del país, la conservadora. Sabemos que el Partido Popular no está para acuerdos por la política de polarización y crispación que comparten todos los agentes políticos, sin excepción, pero no consta un esfuerzo por convencerles. Basta ver el articulado para comprobar que el objetivo es que no participen del mismo. Mal vamos por ahí. Si la memoria democrática no se comparte mínimamente, ni es memoria, ni es democrática.

Pero, peor aún, porque la mayoría parlamentaria se pretende establecer con izquierdistas y nacionalistas varios, y con los votos de EH Bildu. La geometría variable de esta legislatura ha forzado a recurrir a ellos, y bendita sea su incorporación a la política democrática a todos los efectos, sabiendo de dónde vienen. Pero hacer soporte básico de la memoria democrática a quienes han sido la mayor amenaza contra la democracia en España desde antes de sus comienzos parece extravagancia impropia hasta de la realpolitik, casi sarcasmo. Prescindir de Vox en el diálogo previo va de suyo, pero aplicarse sin más a quienes tienen 850 demostraciones criminales de su oposición a la democracia española realmente existente parece arriesgado. Era, sin duda, el peor compañero de cama, por mucho que su presencia se justifique por la negativa de los republicanos catalanes a la coyunda.

Con todo, conociendo la dirección política del país, no contemplo la rectificación. Entonces, puestos a ser prácticos, se me ocurre una idea para que tamaña complicidad no resulte tan bochornosa. Miren, en 2008 el Parlamento Vasco aprobó una Ley de Reconocimiento y Reparación de las Víctimas del Terrorismo. En su artículo 8.2 dice que el significado político de estas “se concreta en la defensa de todo aquello que el terrorismo pretende eliminar —estaba activa ETA aún— para imponer su proyecto totalitario y excluyente: las libertades encarnadas en el Estado democrático de derecho y el derecho de la ciudadanía a una convivencia integradora”.

La marca de conveniencia de la izquierda abertzale entonces no suscribió este acuerdo; no lo ha hecho tampoco después. Cuando se reúnen los nacionalistas del PNV y estos de EH Bildu para imaginar un nuevo estatus político vasco prescinden de aquel compromiso (que sí firmaron los jeltzales y la escisión abertzale de Aralar). Hoy por hoy, es el gran valladar frente a la tentación de estos grupos mayoritarios de configurar una futura sociedad vasca uniforme y homogénea, exclusivista y excluyente, como la quiso ETA a bombas y como la anhelan algunos sin ellas.

¿Y si, como prueba del nueve de su compromiso con la democracia, Pedro Sánchez obligara a estos a expresar su respaldo a aquel acuerdo como preámbulo a una Ley de Memoria Democrática que de verdad fuera tal? La historia de la Transición, de Adolfo Suárez a hoy, de la UCD al PSOE pasando por el PP, es también la de una política española que, para conseguir los necesarios apoyos nacionalistas y mantenerse en el poder “en Madrid”, prescindió y ninguneó sistemáticamente a sus correligionarios en Cataluña y en Euskadi, convirtiéndolos en mera sucursal de sus ambiciones; y otro tanto hizo con sus bases sociales de apoyo. La ocasión la pintan calva para tener por fin una satisfacción y comulgar con ruedas de molino a cambio de obtener de la extravagancia una cierta seguridad de futuro. ¿Qué les parece?