Cristian Campos-EL Español
Cuenta el periodista británico Douglas Murray en su libro La masa enfurecida el caso del ciudadano belga Nathan Verhelst.
Nathan había nacido niña y sus padres la habían bautizado como Nancy. Nancy tenía tres hermanos por los que sus padres parecían mostrar una clara predilección.
A los 40 años, Nancy decidió que sus problemas, y entre ellos el que tenía con su horrible familia, se solucionarían si fuera un hombre. Así que inició el tratamiento hormonal y se sometió a tres operaciones de cambio de sexo.
El resultado no fue el esperado. «Cuando me miré al espejo, sentí asco. Mi nuevo busto no era como yo esperaba y el pene daba síntomas de rechazo».
Nathan cayó en una depresión. En 2013, con sólo 44 años, pidió la eutanasia alegando «sufrimiento psicológico insoportable». El mismo Estado belga que le había operado para cambiar de sexo accedió sin mayores problemas a matarlo.
Una semana antes de morir, Nathan se despidió con una fiesta. En ella, Nathan y sus amigos brindaron «por la vida». Poco antes de morir, y siempre según Douglas Murray, Nathan dijo «no quiero ser un monstruo».
El de Nathan es sólo uno de los casos citados por Douglas Murray en su libro y ni siquiera el más terrible de ellos. Murray se imagina a las generaciones del futuro preguntándose sorprendidas: «¿O sea que el sistema sanitario belga intentó convertir a una mujer en hombre, le salió mal y luego la mató?».
Luego, Murray hace ese tipo de preguntas que Irene Montero y sus niñeras del Ministerio de Igualdad no se han planteado jamás. ¿Qué es ser trans? ¿Quién es trans? ¿Qué convierte a alguien en trans? ¿Tenemos la certeza de que existe como categoría? ¿Estamos seguros de que siempre es posible convertir físicamente a alguien de un sexo a otro o de que es ese el mejor medio para abordar el problema de fondo?
Por supuesto, se trata de preguntas elementales. Un Estado civilizado, uno que no pretenda, como el belga, tapar con eutanasias exprés los cambios de sexo fallidos, debería tener muy claras las respuestas a esas preguntas antes de dar un solo paso en falso en este terreno.
Pero la primera de las preguntas que deberían responder aquellos que, como Podemos, pretenden que los tratamientos de cambio de sexo sean ejecutados por el Estado a menores de edad y sin mayor requisito que una simple petición de estos es de dónde a dónde transicionan los trans.
Porque si el sexo biológico no existe y todo es una construcción social, ¿en relación a qué exactamente se sienten desajustados los trans?
¿Y en qué se basa la tesis de que esa incomodidad con unas características morfológicas que se atribuyen a algo que no existe (el sexo biológico) se soluciona con su transformación en las características morfológicas de otro algo que no existe (el sexo contrario al sexo biológico)?
Dicho de otra manera y por centrarnos en una sola de las dos posibilidades. Si las características que atribuimos de forma convencional al sexo femenino son irrelevantes porque mujer también puede ser un ser humano con cromosomas XY, ¿qué sentido tiene transicionar hacia esas características externas que la sociedad atribuye, por lo visto erróneamente, a las mujeres?
Y una pregunta más, también nuclear. Si el género es electivo y los cromosomas XX y XY no determinan nada relevante, ¿qué sentido tiene entonces el feminismo? O una cosa o la otra, pero no se puede defender al mismo tiempo el feminismo y la tesis de que el sexo biológico es un constructo social y, por lo tanto, susceptible de libre elección.
¿Qué sentido tiene el feminismo si las mujeres no existen como categoría diferenciada de los hombres?
Hasta que Podemos, y aquellos que defienden las tesis de Podemos, no tengan respuestas a estas preguntas, una elemental prudencia aconsejaría no dejar en manos de activistas lo que debería estar en manos de la ciencia y ser estudiado en profundidad antes que convertido en pasatiempo de partidos populistas aspirantes a aprendiz de brujo biológico.