Martín Ortega Carcelén-El País
El Rey mostró en su mensaje del 3 de octubre liderazgo de Estado, afianzó nuestro proyecto político común y, por ende, la paz en Europa
El mensaje del Rey en la noche del 3 de octubre dejó a muchos con el estómago encogido. Había sido un día complicado en Barcelona. Los hechos arrojaban gran incertidumbre sobre las horas y días sucesivos. Y había miedo. Un miedo cerval asociado a fantasmas del pasado.
Las palabras del Rey fueron duras, pero fueron también un baño de realidad. Un fogonazo que despertó a todos del sopor del debate en bucle. Felipe VI puso el foco en la cuestión esencial. El Govern, dijo, que no representa más que a una parte de la sociedad catalana, debía saber que si quiere llegar hasta el final, el Estado llegaría hasta el final. En un minuto, todo lo conseguido desde la Transición se puso a temblar. Se acabaron los juegos retóricos, y entramos de lleno en los grandes momentos de la Historia.
Presentar el dilema en términos tan crudos tuvo la virtud de hacernos ver la barbaridad colectiva a la que nos enfrentábamos. Deshacer España no era tan fácil como sugerían los métodos festivos y las sonrisas. La economía se vendría abajo. Una posible declaración unilateral de independencia planteaba problemas económicos y sociales insolubles, y abría la vía a otras. Ante esa perspectiva, las imágenes borrosas de nuestra guerra fratricida se mezclaban con las de la antigua Yugoslavia, y producían pavor. No solo España se ponía en tela de juicio sino el conjunto de Europa.
Frente a la gravedad del momento, los líderes independentistas habían mostrado irresponsabilidad. El Govern, como un aprendiz de brujo, había despreciado las enormes dificultades de un plan más propio del siglo XIX que del siglo XXI. Con su procés, en realidad desbarataba el otro proceso, el de verdad, la integración europea, que opera desde el fin de la Segunda Guerra Mundial para permitir la convivencia en la diversidad y eliminar las fronteras. Con una ingenuidad pasmosa, Puigdemot dijo el 10 de octubre en el Parlament: «No tenemos nada contra España”. Nada, salvo que vamos a amputarle un brazo.
Frente a la gravedad del momento, los líderes independentistas habían mostrado irresponsabilidad
El Rey no habló de Europa, tampoco habló del proyecto común de España, que lógicamente corresponde al debate político. Más bien se situó en un plano anterior, el de la paz, que resulta absolutamente necesaria para todo lo demás. Los logros de la democracia y de la convivencia plural eran transcendentales porque han situado a España en la Europa contemporánea, una Europa que por fin ha superado 500 años de guerras intestinas. Al garantizar esos logros en España, se garantizaba también la estabilidad y la paz de Europa.
El discurso del Jefe del Estado tuvo la virtud de restablecer la confianza en los valores europeos. El Rey actuó plenamente dentro de sus funciones constitucionales previstas en los artículos 56 y 62 de la Constitución. Pero no era fácil lo que hizo en el momento que lo hizo. Porque la aplicación de estos artículos no es un ejercicio de matemáticas. En aquellos seis minutos mostró liderazgo de Estado, afianzó nuestro proyecto político común y, por ende, la paz en Europa.
Sobre la base de la solidez de ese proyecto abierto y plural, se produjeron los acontecimientos posteriores. Las masivas manifestaciones del 8 de octubre demostraron que el proyecto sigue vivo, y que las opciones unilaterales conducen al fracaso. Los poderes económicos respaldaron también el enfoque integrador.
En aquellas manifestaciones se habló de recuperar el seny, y esto es particularmente necesario porque el discurso independentista fue muy injusto con todo lo conseguido en las últimas décadas. El mundo entero admira lo que hemos logrado en los planos político, económico, social, cultural e internacional y resulta que las mentiras repetidas para criticarlo han calado en una parte de nuestros conciudadanos. Además de relanzar nuestro proyecto político común, la convivencia debe basarse sobre un relato positivo de la España democrática y plural.
Los seis minutos del discurso del Rey marcaron un punto de inflexión. Al mirar atrás, los historiadores del futuro probablemente reconocerán en este mensaje el inicio de una nueva época de mayor confianza en nuestra democracia. El éxito colectivo de España necesita un sentido de Estado sin complejos como existe en otros países democráticos.
Martín Ortega Carcelén es profesor de Derecho Internacional en la Universidad Complutense de Madrid.