IGNACIO CAMACHO-ABC

  • Para dimitir hace falta dignidad, un sitio donde ir cada mañana y aprender a decir en voz alta «ya estoy yo en mi casa»

Hubo en este país un tiempo en que los ministros dimitían. Dejando aparte los que se marcharon por asuntos de corrupción –es decir, cinco minutos antes de que los echaran– hubo unos cuantos que lo hicieron por dignidad o por coherencia. De Boyer se dijo que renunció por amor –a Isabel Preysler– aunque en realidad fue por discrepancias insolubles con Alfonso Guerra. Antonio Asunción asumió su responsabilidad política en la fuga de Roldán, acaso sin saber siquiera que había sido urdida por los servicios secretos. Pimentel le dimitió a Aznar ¡¡por fax!! al sentirse abandonado en su política migratoria. Corcuera saldó con un portazo de decencia la anulación por el Tribunal Constitucional de su ley policial de la «patada en la puerta». Gallardón abandonó porque Rajoy le cambió el paso de la reforma del aborto después de habérsela encargado. Maxim Huerta, por una declaración irregular, que no ilegal, ante Hacienda; él mismo le contó la otra noche a Pablo Motos que fue a anunciarle su decisión a Sánchez en Moncloa y se encontró a un narciso mirándose en el espejo de la posteridad y preguntándose por el futuro juicio de la Historia. La lista es más bien corta pero demuestra que cuando alguien quiere de verdad marcharse, se marcha. Sobre todo si tiene a dónde ir, sea a un puesto de funcionario, a dar clases o a ganarse la vida en la empresa privada. Incluso a ninguna parte con tal de sentirse en paz consigo mismo cada mañana. Es fácil: sólo hay que decir en voz alta media docena de palabras: ya estoy yo en mi casa.

La de Irene Montero es confortable y amplia, pero parece que el chalé de Galapagar no le basta para refugiarse después de que su propio presidente le haya enmendado la plana. Preferir seguir creyendo, o fingiendo creer, que está al servicio de la misión sagrada de proteger a las mujeres de España. Con poco éxito, a la vista de la cascada de agresores sexuales que su incompetencia dogmática ha dejado sueltos. Da igual, dónde va a estar mejor que en un Gobierno cuyo jefe no la puede cesar –la Academia ya admite el transitivo– porque no es el verdadero autor de su nombramiento. El orgullo, el pundonor, el decoro tras una desautorización clamorosa no le provocan suficiente resquemor para dejar el puesto donde a esta hora sigue atornillada mientras sus compañeros de partido buscan el difícil modo de salvarle la cara. En el fondo se siente segura, sabedora de que no es a Sánchez a quien debe la confianza. Es más, consciente de que si se da el improbable caso de que la coalición revalide el mandato continuará en el nuevo Gabinete y hasta puede, por qué no, que ascienda de cargo. También sabe que si se termina yendo no será sola. Ésa es la razón última por la que Podemos sostiene la bronca (que la hay, y gorda) y soporta esta humillación ignominiosa: porque detrás de todo pacto de poder están en juego muchas, muchas nóminas.