ABC-IGNACIO CAMACHO
En la política pop sólo cuentan los significantes publicitarios. Postureo, «swing» electoral y vámonos que nos vamos
«Ni vivimos del pasado ni damos cuerda al recuerdo» (Gabriel Celaya)
AQUELLOS versos de Celaya los cantaba Paco Ibáñez mucho antes de formar parte de la comitiva del Falcon, cuando enfrentarse a Franco entrañaba bastante más peligro que el intento de desenterrarlo. Era un tiempo en que la libertad pasaba por librarse del lastre del pasado. Eso fue lo que consiguió la Transición con su ahora denostado pacto, que el adanismo refundador de la nueva progresía considera un fracaso. Inmersa en la clásica melancolía de lo no vivido, la izquierda actual se reivindica a sí misma en la idealización del legado republicano, ignorando las páginas doloridas de aquel Azaña desolado a cuya tumba peregrina Sánchez para hacerse selfies de turismo funerario. El mismo Sánchez, por cierto, que creía que don Antonio Machado era soriano; lo que se habrá reído Alfonso Guerra, el antiguo librero machadiano, el viejo director de teatro, ante la trivialidad wikipédica de ese posado. Él sabía que las imposturas intelectuales sólo resultan creíbles con lecturas de primera mano. El drama y la farsa, lo solemne y lo estrafalario, las voces y los ecos, la autenticidad y el engaño separados por la fina línea del recato.
Pero en la política pop sólo cuentan los significantes publicitarios. Las ideas se han reducido a eslóganes de red social y los símbolos a meros gestos de reclamo. Por eso da lo mismo una cita equivocada –Hemingway por Einstein, fray Luis por San Juan de la Cruz– o un dato falso; no importa el contenido sino el impacto. Esa política de la banalidad, nutrida de imágenes y de frases de argumentario, trata a los votantes como espectadores y a los candidatos como estrellas de un espectáculo. El viaje presidencial a Colliure y Montauban tiene el mismo significado –es decir, ninguno– que su frívolo baile al compás de «Bella ciao». Para un público que ha sustituido los libros por las teleseries, esa melodía no es un canto partisano sino la sintonía de un popular melodrama de atraco. Así se construyen en la posmodernidad los perfiles de liderazgo. Retóricas huecas, sonsonetes gratos, trampantojos culturales, fotos para un álbum, carcasas vacías de ideología, consignas de saldo, musiquillas familiares con las que menear el esqueleto sobre un escenario. Postureo, swing electoral y vámonos que nos vamos: un día a un concierto de The Killers y otro a una performance sobre la tragedia de los exiliados.
A veces, no obstante, en la apoteosis del simulacro se cruza, casi siempre de modo involuntario, algún guiño imprevisto que el subconsciente o la ignorancia histórica esconden en un mensaje cifrado. Por ejemplo, que la profunda decepción de Azaña con la rebelión de Companys no le impidió amnistiarlo, bajo su presidencia, de una condena de treinta años. Eso sí, sus libros los escribió él, en un castellano limpio, brillante, rico y claro.